Yemas

Lo silvestre conmemora que no hay hipoteca ni suegra que evite el rapto en la estación sonora

José Ángel Marín

Jaén

Lunes, 7 de abril 2025, 23:26

Moteado de amarillos y salpicado de blancos y morados 'semanasanteros', extiende ya sobre la campiña su manto de verdes nuevos. Aunque todavía temblorosa, la primavera ... va besando arboledas y barbechos, va lustrando prados y brañas con esos brotes suyos que todo lo renuevan, que revientan de jugo las ramas hasta ayer leñosas. El entorno cambia. Un año más el néctar de las nubes ha obrado el milagro de abril. Y desde la brizna más ínfima hasta la colosal encina, todo cuanto existe queda expuesto a la savia removida. Todo se muestra henchido de yemas aterciopeladas.

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Con estos pensamientos enredados en la cabeza, iba yo el otro día sobre la bicicleta. Dando pedaladas por una carretera apenas transitada y bien pegado a la línea continua de la derecha, aprovechando el arcén cuando se presentaba, y dejándome sorprender en cada curva por los aromas a petricor y a lavanda que me salían al paso, que de improviso y por un instante se enroscaban en mi pituitaria, que de un modo sutil me obligaban a levantar la cabeza señalando con la punta de la nariz hacia un cerro distante. Sobre mi cabalgadura de dos ruedas fui presa, el otro día, de ese perfume intrigante que destila la tierra recién preñada de lluvia, ese olor que convierte en amables las más agrestes rocas, esa fragancia atávica que saca de su guarida ancestral a los diminutos dioses escondidos entre sus grietas.

En estos días de abril, si sales al campo con buen ánimo, la Naturaleza te pone en hora, y -aunque peines canas- te da algo de cuerda. Te recuerda que tú también formas parte de ese concierto tan desconcertante de colores y aromas. Te recuerda que le perteneces tanto como entonces, cuando aquel niño de antaño retozaba en la hierba. Lo silvestre conmemora que no hay hipoteca ni suegra que evite el rapto en la estación sonora. Sí, en esa que siempre vuelve y que, como ahora, humedece el aire tibio y acaricia con su temperatura. Ahora que danzan las espigas mecidas por la brisa. Ahora que el trino cromático de las florecillas compite con el de muchos pájaros. Sí, ahora que los campos ya no parecen estar solos y que los arroyos llevan agua.

Fue una mañana de abril cuando la estación que todo lo contornea de vida, la primavera, me hizo comprender que ni ella ni yo podíamos esperar ni un minuto más. Y con esto en la cabeza regresé a casa. Lo primero que hice fue echar un ojo a esa maceta dormida que bien calladita pasó lo crudo del invierno en el alféizar de mi ventana. Aparté sus hojas secas, roturé un poco la tierra del tiesto y puse sus ramas al sol de mediodía que aún caldeaba. Me pareció que la planta se estiraba ante una promesa de luz hecha realidad. Noté que con sus pétalos miraba hacia arriba en un inusual gesto botánico, y que me ofrecía una esperanza remota, una que mientras hizo frío había permanecido oculta en sus tallos.

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