Coincidí con ambos hace un par de días, el domingo, Día de Difuntos, y para mi sorpresa los dos me hablaron de lo mismo, de ... la muerte, aunque a distintas horas. Primero, Recesvinto, y por la tarde tía Gertrudis sacó a relucir sus cuitas sobre el trance final.
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A Recesvinto, ya saben, mi colega jubilado de tareas universitarias, lo encontré temprano en la Plaza de Santa María. Miraba extasiado la fachada de la catedral. Lo hacía encogido de hombros y con las manos en los bolsillos, como anonadado por la belleza caliza del gran iceberg espiritual que es emblema de armonía arquitectónica y del esplendor de la diócesis de Jaén en siglos pretéritos. Nos saludamos y tomamos café en un local cercano. La mañana invitaba a cábalas sobre el modo, más o menos tétrico, de conmemorar el destino de las almas de aquellos que al morir dejaron cosas pendientes, algún pecado venial o la hipoteca sin terminar de pagar.
Tema peliagudo. Así que, en lugar de meterme en berenjenales sobre purgatorios por errores del pasado, opté por hablar de lo muy antigua que es la celebración de difuntos y evoqué su origen pagano. Luego, invité a Recesvinto a recordar el tañido de campanas con el 'toque de ánimas', las palmatorias de infancia y las tradiciones religiosas ancestrales, la visita anual al cementerio, los crisantemos, los cirios arrojando su fulgor lúgubre, las misas por la parentela y los dulces típicos de estas fechas.
Antes del último sorbo de café, Recesvinto concluyó que todos estamos condenados a ser olvidados, y aludió al despertar religioso que está ahora de moda entre la gente de la farándula. Les ha dado por tener fe, –sentenció-. Sí –dije-, el último disco de Rosalía reivindica espiritualidad en estos tiempos, y mucho menudean las conversiones de famosetes que confiesan un repentino despabile religioso. También salió a colación el tema de la catalepsia: Esos casos de los enterrados vivos, que genera un miedo atroz ante el repelús de dejarse las uñas en el interior de la caja de pino. Y así, con un nudo en la garganta, nos despedimos.
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Por la tarde fui a casa de tía Gertrudis con idea de merendarme sus sublimes 'gachas de los Santos', ese manjar de leche y harina, con su ligero golpe de anís, sus picatostes, su rociado de miel de caña y su espolvoreo de canela molida. Bien, pues no había metido cuchara en el cuenco de gachillas confitadas cuando la tita me soltó el asunto del óbito, del testamento y del engorro de los restos mortales. Me preguntó si enterrado o incinerado. Le dije que mi opción es el fuego, y las cenizas a un bote de ColaCao para que, luego, sea el viento en un collado quien me acune; o bien, sobre las olas aprovechando el soplo de un remolino mar adentro, y si hay calma chicha, dando tres o cuatro pedaladas en un patín de esos que se alquilan en la playa.
La tita Gertrudis dibujó entonces su inconfundible media sonrisa, un gesto que bien valdría como epitafio.
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