Aunque no lo parezca, hoy es día de fiesta. Una festividad mundial. El 23 de abril es el Día Internacional del Libro, y tengo costumbre ... de celebrar esta fecha abriendo uno de esos artefactos que reúne un conjunto de hojas de papel que, debidamente encuadernadas, forman un volumen que siempre cuenta algo interesante, divertido o instructivo. En ocasiones buceo en libros que concitan una combinación de las tres cosas, y es entonces cuando experimento ese nirvana de iluminación intelectual al que está llamado el ser humano.
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Ya se sabe que al poder establecido toca las pelotas –y mucho- que leamos libros, pues semejante artilugio redime de la ignorancia. Y nada mejor que pastorear fanáticos e ignorantes. Pero, mal que le pese al mandamás, el libro hace a la gente menos sumisa y manipulable, no tan presta al palmoteo bobalicón. Cosa que enerva al 'amado líder', quien prefiere tener delante focas amaestradas esperando les lance una sardinita putrefacta.
También me consta que hay libros-coñazo, y a veces los sufro diez o doce páginas (quince si es una novela). Pero a los libros-pestiño se los ve a la legua, y de esos hoy no hablo, sino de todos aquellos relatos escritos que aportan cultura y valor literario, ya sean en verso o en prosa. Me refiero a los libros que concitan conocimiento y/o entretenimiento. Insisto en que un texto puede ensamblar ambas cosas. Y cuando ello sucede, el libro pasa a la categoría de genial, como es el caso de El Quijote.
Ya sé que hay libros electrónicos, y también molan. Pero, confieso que me estimula sobre manera esa sensación impagable y corpórea de tomar un volumen, sentirlo al tacto y contemplar su portada, palpar su cubierta, abrirlo despacio y sentir la textura de sus páginas. Me priva el olor que exhala la tinta impresa sobre sus hojas. Acaricio el papel y escucho el sonido envolvente de las yemas de los dedos recorriendo sus líneas. Si las tiene, degusto sus ilustraciones. Reparo en la tipografía y en las solapas, mientras tomo conciencia de que lo mejor está dentro, en sus íntimos jugos, en su sustancia, en lo que cuenta.
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Me parece asombroso que la sabiduría de una obra científica y el recreo de una pieza literaria o de cualquier otra índole, tengan cabida en esa cápsula de letras ordenadas que forman el volumen impreso.
Hoy, Día del Libro, el que me ensancha la existencia es uno que la diosa fortuna me tenía reservado en un cajón olvidado de casa de mis padres. Se titula 'Sahara de la vida', y su autor es mi maestro y amigo –del que todavía me cuesta hablar en pasado-, Cesáreo Rodríguez-Aguilera. El libro se publicó en la colección 'Al verde olivo', en el año 1948. Incorpora una dedicatoria manuscrita del propio Cesáreo de la que ya hablaremos otro día. Tiene un índice tripartito que –para mi sorpresa- casi coincide en su lógica con un poemario capicúa que se presenta estos días en Barcelona bajo el título 'Nunca supe nada' (ed. Carena, 2024).
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