Soy adicto a los alcaparrones, -va y confiesa Recesvinto-. Fue ayer, sin mediar palabra y dejando ver un brillo acharolado en sus pupilas de recién ... jubilado. Resulta que nos citamos en un bar para aplicarnos un par de espumosas tras un día tórrido, de esos que por aquí se estilan en estas fechas.
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Soy adicto a los alcaparrones, -va y repite Recesvinto sin darme tiempo a reaccionar-. Al pronto no dije nada, solo estiré los párpados y saqué ojos de las cuencas ante una revelación así de quien ha sido mi colega en tareas universitarias. Sin más, va y lo reitera por tercera vez, como quien desembucha tras acudir a una de esas terapias de grupo que salen en las películas; como quien se esponja, no sin cierta reticencia al principio, en esa conga psicológica de las terapias grupales, que no dudo son bálsamo ante los grilletes que nos encadenan a los enigmas humanos.
Mientras a Recesvinto le saltaban lágrimas y se mostraba compungido por su consumo compulsivo de alcaparrones, yo quedé abstraído por un momento. Desconecté durante unos instantes de la confidencia de la que me hacía partícipe; aunque reconozco que no fue del todo sorpresiva, pues yo algo sospechaba –justo es decirlo- desde aquel día del verano pasado en que lo sorprendí en la cocina metiendo mano hasta el codo en una garrafa guardada a buen recaudo; en prevención, claro está, de esa querencia por los encurtidos que se extiende sin remedio.
Como decía, mientras Recesvinto hacía pucheros apoyado en la barra del bar y mascullaba sobre su deseo intenso por esos gránulos agridulces y su pérdida de control ante su sabor ligeramente amargo, mientras se lamentaba por claudicar ante su textura carnosa y jugosa combinada con la acidez del vinagre y la salmuera, mientras él se daba golpes de pecho por su búsqueda compulsiva de ese estallido en boca del buen alcaparrón, yo pensaba para mis adentros en su ataque de franqueza, tan propio –como antes indiqué- de los grupos de terapia que todos hemos visto en vivo o en diferido. Pensé en esos corros donde en lugar de bailar la sardana, sus integrantes se sinceran sin rubor alguno ante unos perfectos desconocidos.
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Siempre me llamaron la atención las dinámicas grupales y su ritmo sincopado, esos grupos en los que un prójimo –del que apenas conoces nombre y dolencia- se da la 'vuelta del calcetín' y -como Aldama- desembucha, (eso sí, tras pasar temporadita en chirona; y es que la celda de Soto del Real es el mejor 'rincón de pensar' que ha parido madre; unos ejercicios espirituales que pronto harán de Cerdán un acólito de la justicia; y que –por simpatía- ya empieza a surtir efectos entre los demás querubines del Peugeot).
En fin, continué con mis cavilaciones sobre los grupos de terapia y el jabón carcelario, aunque un lloroso Recesvinto seguía con su acto de contrición. Pero mucho no ayudó el tabernero cuando -de tapa- nos acercó un plato donde se arracimaban unos ricos alcaparrones.
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