'No te veré morir' cuenta aparentemente una historia de amor poco usual. La acción principal gira en torno al reencuentro de dos amantes octogenarios ... que han estado medio siglo sin verse; él, Gabriel Aristu, se trasladó a EE UU a finales de la década de 1960 y allí triunfó, revalidando así la imagen de aquel país como tierra de provisión, en tanto ella, Adriana Zuber, se quedaba aquí, en la España de la dictadura, intentando no morir asfixiada por la grisura reinante. Se vieron por última vez en 1967. Casi cincuenta años después, el amor sobrevive milagrosamente intacto. Y digo 'milagrosamente' no por la edad de ellos, sino por el tiempo transcurrido. Cincuenta años son muchísimos años; toda una vida. Cincuenta años pueden cambiar el curso de un río, imagínense la vida de una persona. El carácter de ambos explicaría esta fidelidad a ultranza. Él es el tipo dócil, dispuesto a frustrar sus propias ambiciones con tal de no defraudar las expectativas que sus padres y él mismo han depositado en los estudios, el trabajo o la familia; cuando es fiel a algo lo es para siempre. En el caso de Adriana quizás sea una forma de reafirmación personal. El amor le costó caro. Fue repudiada por el marido y tuvo que criar a su hija en una época en que no había estigma mayor para una mujer que el de ser madre soltera, lo que no le impidió labrarse una brillante carrera como editora. Últimamente, Antonio Muñoz Molina gusta de obsequiar a sus personajes con los laureles del triunfo. No siempre fue así.
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'No te veré morir' es además una historia sobre el paso del tiempo. No el que supuestamente pone las cosas en su sitio, sino el tiempo que pasa, el que nos pasa, el que nos arrolla y aplasta
'No te veré morir' cuenta asimismo una esquinada historia de amistad; la que se establece entre Gabriel Aristu y Julio Máiquez, un profesor de historia del arte que viaja a EE UU para impartir clases y profundizar en la obra de Valdés Leal. Máiquez es otro individuo desplazado acogido, arrullado entre los brazos de esa matriarcal América que decía líneas más arriba. (Un tipo común en las ficciones de Muñoz Molina, que refleja verosímilmente su circunstancia personal del escritor). Este profesor, que arrastra un traumático divorcio tras de sí, así como una incurable tendencia a la soledad, es un personaje sugerente en grado sumo. Él será quien active de manera accidental la espoleta del recuerdo: Máiquez le habla a Aristu de una joven profesora de visita en Chicago para hablar de pintura barroca, Adriana H. Zuber, la hija de aquel amor de juventud, y el deseo dormido despierta del letargo. El nombre de Adriana es la magdalena impregnada en leche que descorre las cortinas de la memoria, y la memoria es la gran protagonista de la novela, así como uno de los cimientos más sólidos de la narrativa de Muñoz Molina. El autor despliega una batería de recursos cuasi inagotable para construir un dispositivo narrativo muy proustiano que abre de par en par las compuertas del pasado y convierte la primera parte de 'No te veré morir' en una torrentera ininterrumpida de recuerdos, nombres, sujetos, objetos, lugares, momentos, sensaciones traídas del ayer.
'No te veré morir' es además una historia sobre el paso del tiempo. No el que supuestamente pone las cosas en su sitio, sino el tiempo que pasa, el que nos pasa, el que nos arrolla y aplasta; el tiempo que tuerce el curso de los ríos y la vida de las personas, el que pone amarillas las páginas de los libros y cambia de color ciertos recuerdos que creíamos inalterables. Decía al principio de estas líneas que 'No te veré morir' cuenta aparentemente una historia de amor. En una reciente entrevista, Antonio Muñoz Molina decía: «Pensamos que, igual que te asomas a una ventana y ves el paisaje, te asomas a la memoria y ves el pasado, pero no es así». Poco a poco, el novelista introduce unos sutiles apuntes en la narración dejando entrever que no recordamos las cosas como fueron sino como nos hubiera gustado que hubieran sido. En aquella historia de amor de Gabriel Aristu y Adriana Zuber hay mucho de ficción, de fabulación. Esto hace a los protagonistas más humanos, menos distantes. La arcilla de la memoria es blanda y cuando modelamos algún recuerdo con ella no dudamos en eliminar las impurezas, pero lo esencial posiblemente no cambie: «A kiss is still a kiss, A sigh is just a sigh…»
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