Un rincón granadino

Cuesta del Perro Baja –entre Solarillo y Cuarto Real de Santo Domingo–, más conocida entre los vecinos como «Las escalerillas». Un punto urbanístico clave, ya que por sus escalones iniciamos propios y extraños la subida desde el llano ribereño del Genil –el Paseo del Salón–, a través de las faldas del Realejo, hasta la cumbre de la Alhambra

Jesús Luque Moreno

Catedrático Emérito Honorario de la Universidad de Granada

Martes, 7 de octubre 2025, 23:19

Hay en pleno Centro de Granada un singular rincón sobre el que quisiera llamar la atención de la ciudadanía en general y de los ediles ... de nuestro ayuntamiento en particular. Se trata de la oficialmente denominada Cuesta del Perro Baja –entre Solarillo y Cuarto Real de Santo Domingo–, más conocida entre los vecinos como «Las escalerillas». Un punto urbanístico clave, ya que por sus escalones iniciamos propios y extraños la subida desde el llano ribereño del Genil –el Paseo del Salón–, a través de las faldas del Realejo, hasta la cumbre de la Alhambra.

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Pues bien, dichas «escalerillas», en contra de su noble entidad de gradus ad Parnassum –ascenso al Parnaso–, es decir, de invitación y puerta a las legendarias bellezas de nuestra «tierra soñada», prestan desde hace años, y cada día más, una serie de servicios –sc. padecen una vergonzosa servidumbre– difícilmente compatibles con su noble función originaria: fácil punto de encuentro –y de menudeo de todo tipo de mercaderías–, aunque, llegado el caso, arriesgado puerto de arrebatacapas, ejercen de urinario habitual –y ocasional «defecatorio»–, cuando no de cómodo y recoleto «botellódromo» –y, si se tercia, picadero– a dos pasos del Centro.

En ellas, por ejemplo, fuera o dentro del horario escolar pero, sobre todo, los viernes y sábados desde el anochecer, velan sus primeras armas libertarias los/las (pre)adolescentes, que compiten en alcanzar un grado de intoxicación etílica capaz de abatirlos al suelo no sin antes haberlos animado a corear en orgiástico griterío las cansinas salmodias de sus equipamientos musicales, en las que domina, ininteligible –¿entendido?–, el pichinglis, entreverado de castizo vernáculo como el del «Tra, tra, tra, cuatro paquetes de sal», que, tomado de «la red», circula libre, según me dicen, desde hace tiempo por los patios de los colegios.

Lo que no quiere decir que este público juvenil sea el único; al margen de todo horario y calendario escolar se congrega asiduamente en el lugar un cívico sínodo que, sin discriminación de sexo, raza, condición o procedencia, hace gala de desinhibidas conductas.

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La desesperación del vecindario, sufridor de tales desmanes tanto en sus portales y fachadas como en la apacible intimidad de sus hogares, alcanza dimensiones siderales, dada, además, la persistente sordera de los oportunos organismos ante sus denuncias y plegarias; me dicen que la explícita respuesta oficial del Ayuntamiento a dichas súplicas y protestas del pueblo llano suele ser que el lugar, por sí mismo y por el contexto urbano en que se halla, es intocable, ya que está catalogado como 'bien de interés cultural' o algo por el estilo.

Así las cosas, ante semejante imperio de la «urbanidad» y, aún más, teniendo en el horizonte el reconocimiento de Granada como capital europea de la cultura –2031–, nadie pone en duda que tan noble rincón exige urgentemente un adecentamiento.

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Con tal fin, ateniéndome a las razones esgrimidas, al parecer, por la autoridad competente, formulo algunas propuestas al respecto: sin descartar la posible instalación en alguno de sus rincones de un inodoro, con el correspondiente papel higiénico, se impone la oportuna canalización de las meadas, que corren ad libitum por los peldaños de tan inmunda como hedionda letrina. Se echa en falta igualmente una ecológica batería de contenedores selectivos para plásticos, vidrios, cartones y demás desechos derivados de las continuas sesiones festivas, que hacen del lugar un puerco basurero. Asimismo, el alto rendimiento social del enclave aconseja la instalación en él de máquinas expendedoras de bebidas espirituosas, de tabaco y demás hierbas fumables, de condones eficaces y otros recursos al caso; sin olvidar los espráis multicolores con vistas a un mayor lustre de los graffiti que proliferan en el barrio –incluida la cuba árabe del Cuarto Real– y casi lo identifican.

Por fin, los 'culturales' muros templarios, que, a guisa de tabiques o parapetos de los distintos tramos de escalera, propician y albergan con sus 55 cm. de ancho las actividades enumeradas, merecen ser acomodados con oportunos cojines o colchones que faciliten las sentadas y acostamientos.

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No vendría mal como remate un buen toldo de cubierta, para que tan selecta concurrencia no tenga que refugiarse de la lluvia en nuestros portales o bajo nuestros balcones.

Este programa de higiene y ornamento incluiría, qué duda cabe, el necesario servicio de limpieza y vigilancia de tan preciado bien histórico-artístico.

Cabría, con todo, reconozco, otra solución quizás más sensata, económica y eficaz: derruir los ciclópeos muros y sustituirlos por unas austeras barandas de hierro que ensancharan los nobles peldaños de nuestras «escalerillas», los hicieran más abiertos, aireados y seguros y, al no propiciar alivio alguno a las posaderas, ahuyentaran de ellos a esos impúdicos usuarios que sin tregua los profanan e hipotecan.

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