Cada vez que empiezan las obras de remodelación de un local comercial cerca de mi casa se me ponen las orejillas tiesas y empiezo a ... fantasear con qué será. Mis sueños más húmedos, para que vean lo 'simplecico' que puedo llegar a ser, es que sea una librería cuqui con sus pufs y sillón orejero, de forma que la tribu lectora más diletante pudiéramos pasar horas leyendo y hablando de los libros que nos gustaría leer. Muy cursi y romántico, sí. Y poco práctico: con esa actitud, la librería jamás celebraría su primer aniversario. Pero las fantasías tienen eso.
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También me gustaría que fuese una taberna, una bodega con alma centenaria y parroquianos de toda la vida a los quince días de abrir y donde siempre hubiera buena conversación y una banqueta esperándome con mi nombre.
Luego apenas iría, que me paso la semana comiendo y bebiendo fuera y no hay mejor plan para un sábado que ver un western con una sopa calentita en invierno y un salmorejo en verano. ¡Pero insisto en mi derecho a fantasear! El caso es que en los últimos tiempos han abierto tres nuevos negocios en mi entorno: una clínica especializada en estética, una barbería y, el más reciente, una tienda de uñas. O como se llame. La belleza estará en el interior, dicen, pero hay que ver lo que nos gusta estar y/o parecer guapetes de un tiempo a esta parte. Eso, y la gentifricación, pero de dicho fenómeno hablamos otro día.
Haciendo sociología de baratillo, podríamos decir que las redes sociales y la exposición permanente nos obligan a lucir esplendorosos las 24 horas del día. Y que eso, cuesta. En todos los sentidos. La belleza es tendencia y ahí hay nicho de mercado. El riesgo es que desemboque en burbuja. Y explote.
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