El Foco

Castración curricular del profesorado

Los límites para la acreditación a cátedra buscan neutralizar al que tiene más, porque ha trabajado más, para diezmarlo legalmente e igualarlo con el que tiene menos

Jesús G. Maestro

Sábado, 6 de septiembre 2025, 23:08

Hay actualmente un debate que afecta a los profesores titulares de universidad y que no parece haber llegado a la prensa impresa y digital. Es ... una polémica ruidosa en redes sociales, pero silenciosa en otros medios. Se trata de la limitación o reducción curricular a la que se ven sometidos los profesores titulares de universidad que solicitan su acreditación a cátedra.

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A estos profesores sólo se les permite aducir un máximo de diez publicaciones relacionadas con la investigación científica. Si disponen de cien méritos, sólo les computarán la décima parte. De este modo, un titular que tenga únicamente diez publicaciones quedará en condiciones de igualdad con otro que tenga cien o más. Y, al final, incluso podría quedar por encima, si la comisión que lo evalúa considera que sus diez publicaciones valen más que las diez de quien, disponiendo de un centenar o más, sólo puede, por ley, aducir la décima parte o menos.

El problema añadido está en que esta norma se impone de repente y sin consenso ni consulta con el profesorado afectado. Muchos docentes universitarios llevan años elaborando un currículum basado en amplitud de publicaciones científicas. De golpe, no se permiten más de diez. Porque lo que ahora se exige para determinar el acceso a la cátedra no es tanto la investigación científica cuanto la gestión administrativa.

Los sistemas educativos actuales están en manos de políticos, no de profesores

El centro de gravedad ha pasado de la inteligencia investigadora a la acumulación burocrática. ¿De qué sirve la investigación, si sólo es posible presentar diez méritos en una acreditación a cátedra? Eso es censurar la producción científica en nombre de la gestión administrativa, reemplazar al científico por el burócrata. Es la castración curricular del personal universitario más preparado.

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Se trata de neutralizar al que tiene más, porque ha trabajado más, para diezmarlo legalmente e igualarlo de este modo con el que tiene menos. El empobrecimiento de la universidad, en sus facetas docente e investigadora, está asegurado de este modo durante décadas.

Según este criterio, deberían ser catedráticos de universidad los profesionales de administración y servicios, que son los que más trabajan y mejor gestionan el funcionamiento efectivo de la maquinaria burocrática universitaria. Y lo hacen mucho mejor que los docentes, pues se han preparado profesionalmente para ello, como demuestran sus varias oposiciones y minuciosos temarios.

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La universidad del siglo XXI se hunde sin remedio, esencialmente, por tres razones: 1) la ciencia se hace en la empresa, no en la universidad (y aún menos si se promociona a quienes desarrollan menor producción científica); 2) los alumnos se van a la Formación Profesional, que genera empleo más rápidamente que la Universidad; y 3) quien tiene algo valioso que decir ya no usa las instituciones académicas, que son auténticos callejones sin salida y sin público, sino medios alternativos y emergentes, incluidas editoriales no académicas, prensa impresa o digital, redes sociales o YouTube, es decir, internet.

Me dirán, no sin razones, que en esos medios abundan los destinatarios mediocres y con pésima formación. Es cierto: los mismos que nutren en todos los niveles― las instituciones educativas, laborales y sociales, incluidas las universitarias. Hoy todo el mundo está en todas partes, pero en cada una con un pseudónimo diferente (que los seguidores de lo anglo llaman «nick») y con una pose adaptada al contexto de la red social en la que pierden el tiempo.

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Los medios que ofrecen hoy las instituciones académicas, como la universidad, sólo los utilizan quienes necesitan hacer currículum, no quienes desarrollan una investigación verdaderamente útil. Así configurada, la universidad es un autoengaño. Una experiencia narcisista más.

En materia de letras, literaturas y humanidades, las universidades privadas lo ignoran todo, y las públicas han reemplazado el conocimiento científico de estas materias por ideologías posmodernas: género, identidad, «gamerización», amistad y lo que surja.

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La filosofía sobrevive como siempre: un relicario de ideas políticas, religiosas y de terapia de grupo, pues eso ha sido siempre la filosofía, una forma distinguida y elitista de hablar de ideologías políticas, creencias religiosas y autoayuda emocional, desde Platón hasta el último gurú de hoy.

Los sistemas educativos actuales están en manos de políticos, no de profesores. Lo mismo ocurre con el resto de sistemas laborales, sociales, ideológicos y hasta religiosos. Casi nada está hoy gestionado por sus respectivos profesionales, sometidos todos ellos a la más estricta jurisdicción ideológica y al más omnímodo control político.

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La burocracia ahoga la ciencia y catequiza al investigador. No tanto porque lo exijan las leyes, hecho que también ocurre, desde luego, sino porque la impedimenta administrativa dispone que el conocimiento discurra por caminos que no se ajustan a la realidad de las ciencias, sino a las veleidades y prejuicios de las agencias de evaluación y acreditación.

El profesor universitario de hoy no trabaja para la ciencia, sino para las agencias de evaluación y acreditación, que no miran al conocimiento científico y crítico, sino a la gestión de la política universitaria y a las ideologías en general. Se obliga al investigador a ser burócrata, no científico. El resultado es una cátedra sin investigación y una ciencia sin recursos humanos.

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Los estudios literarios se han disuelto en estudios culturales, porque la literatura ha desaparecido en nombre de la cultura, un referente indefinido en el que cabe cualquier cosa, porque lo que sirve para todo no sirve para nada. La universidad es una institución que cada día está más alejada de los científicos. Acaso, también, de las personas inteligentes, que hablando con franqueza no sabemos realmente en dónde están. La ciencia, en definitiva, está en las empresas, en el mercado y en los macroproyectos políticos, en medio de los cuales la universidad ni está ni se la reconoce.

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