La Cuarta Pared

Vértigo (de altura y de precio)

«Durante décadas, los últimos pisos fueron el patito feo de los edificios: calor infernal en verano, filtraciones en cuanto llovía y ese encanto especial de escuchar cada pisada de la vecina del quinto como si estuviera en tu salón»

Javier Peña Alcalde

Arquitectura (www.medarquitectos.com)

Sábado, 15 de noviembre 2025, 16:57

Hay una escena en El apartamento de Billy Wilder donde Jack Lemmon sube interminables escaleras hasta su modesto piso. Era 1960 y vivir arriba del ... todo significaba, básicamente, que no había ascensor y que tus gemelos iban a estar en forma. Hoy, medio siglo después, esa misma ubicación se vende como privilegio exclusivo, se anuncia con fotos de terrazas imposibles donde nunca llueve y se remata con la palabra mágica: ático. Como si añadir una sílaba justificara añadir tres ceros al precio.

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Porque el ático es, ante todo, un triunfo del marketing inmobiliario sobre la lógica constructiva. Durante décadas, los últimos pisos fueron el patito feo de los edificios: calor infernal en verano, filtraciones en cuanto llovía y ese encanto especial de escuchar cada pisada de la vecina del quinto como si estuviera en tu salón. Pero entonces alguien, probablemente un comercial visionario o un arquitecto con remordimientos, descubrió que si le ponías una terraza, una barandilla de diseño y lo fotografiabas al atardecer con una copa de vino estratégicamente colocada, podías vender el mismo espacio por el triple.

Y funcionó. Vaya si funcionó. El ático se convirtió en aspiración urbanita, en símbolo de éxito para treintañeros que aún no saben que mantener una terraza en condiciones requiere más dedicación que un bonsái y más presupuesto que un coche de segunda mano. Revistas de decoración los pueblan de tumbonas escandinavas y macetas minimalistas; series de televisión los usan como escenario de éxito profesional dudoso; e influencers los alquilan por horas para simular una vida que no pueden permitirse en vertical.

La ironía es que hemos romantizado justo lo que antes despreciábamos. Esas vigas vistas que ahora se anuncian como «estilo loft industrial» eran, simplemente, el forjado sin terminar porque no merecía la pena invertir en falso techo. Esos techos inclinados que «aportan carácter» son en realidad la cubierta inclinada que te obliga a calcular trayectorias como si fueras ingeniero de la NASA cada vez que cruzas la habitación. Y ese «acceso a azotea privada» es, en muchos casos, un descampado de grava con vistas a antenas parabólicas y extractores de vecinos que fríen pescado los domingos.

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Pero claro, nosotros, los arquitectos, tampoco salimos bien parados en esta historia. Hemos sido cómplices entusiastas de la gentrificación vertical. Diseñamos áticos con cristaleras que convierten el salón en invernadero, terrazas sin toldos porque «rompen la estética» y pérgolas bioclimáticas que cuestan más que un máster. Creamos espacios fotogénicos que funcionan estupendamente... en el render. Luego llega el cliente real, con su vida real, y descubre que las plantas se mueren, que el suelo de madera se comba con el sol y que esa cocina abierta al salón huele a cebolla hasta en sueños.

Y sin embargo, el ático persiste como fantasía colectiva. Tal vez porque vivir arriba del todo sigue teniendo algo de simbólico: la ilusión de elevarse, de escapar del ruido de la calle, de estar literalmente por encima. Es el mismo impulso que llevó a James Stewart a espiar por la ventana en La ventana indiscreta: la necesidad de mirar desde arriba, de tener perspectiva, aunque sea falsa. Hitchcock ya sabía que la altura no te salva del tedio ni de los problemas; solo te da mejor ángulo para verlos llegar.

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Al final del día, cuando el sol se pone sobre esa terraza que usas tres veces al año, cuando subes las bolsas de la compra maldiciendo al arquitecto que no previó un montacargas, quizá descubras que el ático no era el destino, sino solo otro espacio más. Uno caro, eso sí, con vistas privilegiadas y goteras ocasionales. Pero un hogar al fin y al cabo. Porque por muchos metros de terraza que tengas, por mucha altura que ganes, seguirás necesitando lo mismo que Jack Lemmon en su modesto cuarto piso: un lugar donde cerrar la puerta, quitarte los zapatos y recordar que, al final, todos vivimos en el mismo edificio.

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