En medicina diferenciamos entre «memoria cercana» y «memoria lejana». En enfermedades neurodegenerativas como el alzhéimer, esta distinción se vuelve casi diagnóstica: los pacientes conservan con ... nitidez episodios de su juventud, canciones antiguas o escenas de su infancia, pero pierden la capacidad de fijar aquello que les ocurre en el presente o el pasado inmediato de horas o días. Pueden recordar una melodía escuchada hace cincuenta años y, sin embargo, no reconocer a quien les ha visitado por la mañana. La memoria lejana permanece viva; la cercana se desvanece.
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Este modelo neurológico puede servir, siempre con las debidas cautelas metafóricas, para iluminar un fenómeno cada vez más visible en el debate público español: la asimetría con la que una parte del discurso político revisa su pasado. En los últimos años se ha impulsado con fuerza la recuperación de la memoria de los abusos, represiones y asesinatos cometidos durante el franquismo, un deber democrático que nadie sensato debería cuestionar. Sin embargo, al mismo tiempo se observa una tendencia preocupante y creciente: la de minimizar, relativizar o empujar hacia la penumbra pública los atentados, secuestros y asesinatos perpetrados por ETA entre los años setenta y comienzos del siglo XXI. En términos clínicos, diríamos que se está estimulando la memoria lejana (1936-1975) mientras se atrofia la memoria cercana (1973-2011).
Conviene aclararlo desde el principio: no se trata de contraponer dolores ni de establecer equivalencias simplistas entre una dictadura y un grupo terrorista. Sus orígenes, objetivos y contextos son distintos. La cuestión aquí no es moral, pues ambos generan víctimas inocentes, sino metodológica e intelectual. Cuando una sociedad entrega sus energías a revivir hechos de hace casi un siglo, pero apenas dedica esfuerzo a integrar sucesos que acontecieron hace apenas dos o tres décadas, se incurre en lo que podríamos denominar una patología del estudio histórico: una amnesia selectiva que distorsiona la comprensión global de nuestra trayectoria democrática.
La memoria cercana es indispensable para aprender de los errores más recientes, para depurar responsabilidades actuales, para reconocer qué dinámicas siguen presentes y qué riesgos no han desaparecido. La memoria lejana aporta profundidad, raíces y contexto; pero es la cercana la que ofrece orientación. Sin ella, la vida colectiva se asemeja a la de un paciente que recuerda con detalle quién fue hace cincuenta años, pero que es incapaz de comprender quién es hoy. Una sociedad sin memoria reciente es una sociedad vulnerable a repetir aquello de lo que apenas ha aprendido.
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El caso español ilustra bien este desequilibrio. Los crímenes franquistas se produjeron en un marco dictatorial ya desaparecido. Sus responsables directos han fallecido en su mayoría y sus estructuras políticas forman parte del pasado. Sin embargo, los atentados de ETA forman parte de un pasado inmediato: muchos de sus efectos sociales, emocionales y políticos siguen vivos, y algunas de sus legitimaciones ideológicas continúan presentes en el debate actual. Minimizar esta realidad no repara a nadie; solo desorienta.
Una historia que recuerda con precisión 1939 pero apenas cita 1997, año del asesinato de Miguel Ángel Blanco, que sacudió la conciencia de toda una generación, es una historia incompleta. Una democracia que honra a las víctimas de hace ochenta años pero titubea al nombrar a las de hace veinte sufre una disfunción en su relación con el pasado. No se trata de elegir entre unas víctimas y otras; se trata de evitar la distorsión temporal que lleva a sobreactivar el recuerdo lejano mientras se debilita el reciente.
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Aquí es fundamental subrayar algo: la solución no es el olvido. Ni del franquismo ni de ETA. El olvido nunca ha sido buena herramienta ni para el enfermo ni para la sociedad. Lo que necesitamos no es menos memoria, sino más memoria, pero bien distribuida. Recuperar la proporción no significa reducir el estudio del franquismo; significa integrar con coherencia el terrorismo que marcó a generaciones de españoles y cuyo eco aún resuena en muchos hogares.
En medicina, cuando un paciente conserva la memoria antigua pero pierde la reciente, sabemos que no basta con estimular recuerdos del pasado: es imprescindible activar los circuitos que permiten fijar y comprender lo inmediato. En política ocurre exactamente lo mismo. Una nación madura no solo honra lo remoto; entiende también que gran parte de su identidad real y de sus desafíos actuales se juega en aquello que ocurrió ayer.
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La memoria histórica no puede convertirse en un museo que solo abre salas antiguas mientras mantiene cerradas las más recientes. La memoria es un sistema vivo cuyo propósito no es instalarse en él, sino avanzar con su ayuda. Y para avanzar, España necesita recordar de dónde viene, por supuesto, pero sobre todo necesita no olvidar lo que sucedió hace tan poco. Solo así podremos evitar repetir errores que costaron demasiadas vidas y demasiada convivencia.
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