«El hombre tiene el reloj y los dioses tienen el tiempo». Esta sentencia tan contundente salió de los labios de Abdelkader, nuestro guía en ... el desierto del Sáhara, un antiguo guerrero polisario criado en tiempos de guerra entre días de viento y arena, y noches de silencio y estrellas. Hacía esta afirmación al ver la cara de sorpresa que pusimos todos los miembros del grupo ante lo que contemplaban nuestros ojos.
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Ese día Abdelkader había tenido la deferencia de llevarnos a un sitio muy poco frecuentado del mismo desierto, un lugar ubicado en el sudoeste de Argelia, donde nuestro grupo llevaba ya casi un mes desarrollando tareas de cooperación médica internacional. En uno de tantos desplazamientos entre los campamentos saharauis donde desarrollábamos nuestro trabajo, decidió desviarse unos kilómetros de la ruta habitual y darnos una sorpresa.
Quería simplemente enseñarnos un valle inhóspito que un día fue el fondo de un océano. El suelo arenoso que contemplábamos, hasta donde abarcaba la vista, estaba prácticamente cubierto de fósiles marinos, en tal cantidad que era casi imposible caminar entre ellos sin pisarlos. Nuestros ojos no daban crédito a lo que veían: esqueletos y conchas de seres marinos que habían vivido millones de años antes de que el ser humano apareciese en la faz de la Tierra, se hallaban dispersos en varios kilómetros cuadrados a la redonda. Todo ello constituía una prueba inalienable de que un día moluscos, almejas, mejillones y ostras, conforme iban muriendo, habían ido depositándose en el fondo de algún océano que ahora, por suerte de las leyes del universo que hacen y deshacen mundos, se veía transformado en un vasto e inhóspito desierto.
De hecho, estábamos contemplando las profundidades del milenario mar de Tetys, un vasto reino marino que había contenido numerosas formas de vida muchos millones de años antes de nuestra era. Según nos cuentan los geólogos, aquel fue un tiempo en que solo existían dos continentes sobre la Tierra: Pangea al sur y Eurasia al norte. Y entre ellos un gran océano, repleto de vida que prosperaba en sus aguas cálidas. Había amonitas, lirios de mar, bivalvos, pepinos de mar y corales. Sus esqueletos estaban hechos de carbonato cálcico y, por ello, tenían buenas probabilidades de conservarse en las capas sedimentarias.
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Una vez muertos en el fondo marino, se habían transformado en fósiles viendo pasar el tiempo. El tiempo de millones de años, mientras peces y reptiles marinos, grandes y pequeños, nadaban sobre las aguas que les cubrían. También el tiempo de millones de años en que el gran océano comenzó a contraerse y más tierras empezaron a emerger para alumbrar continentes. Las aguas se recogieron hasta apenas quedar un último vestigio de tan inmenso océano, un mar interior que, millones de años después, sería conocido con el nombre de Mediterráneo.
Los geólogos bautizaron aquel océano milenario, desaparecido antes de que el humano pisara el planeta, con el nombre de la diosa griega Tetys, considerada una personificación de las aguas del mundo. Los clásicos, para los que dicho nombre era sinónimo de 'abuela', la consideraban una suerte de símbolo de la longevidad, porque, según ellos, en Tetys la naturaleza se mantenía indemne a pesar del paso del tiempo.
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Hace unos días, un artículo de IDEAL nos sorprendía afirmando ya en su título que «La Catedral del Mar está en Granada», explicando que conforme avanzaban los trabajos de restauración que se habían acometido en la torre de la Catedral de Granada, se descubrían cientos de animales marinos petrificados. De hecho, estaban apareciendo huellas fósiles de conchas, gasterópodos, algas rojas y erizos, entre otras, incrustadas en los sillares del monumento. Todo ello nos hacía recordar que mucho antes de que los primeros homínidos pulularan sobre la faz de la Tierra, Granada estaba sumergida en el Mediterráneo, cuando este mar no era sino parte del inmenso océano de Tetys.
En aquel entonces, los esqueletos marinos iban cayendo en el fondo e integrándose en la roca con la que muchos millones de años después se erigirían monumentos como la Catedral o la Alhambra.
En aquel mismo tiempo, equinodermos y moluscos bivalvos pululaban igualmente en el fondo oceánico a la altura de un terreno que millones de años después se transformaría en un desierto inhóspito y árido conocido con el nombre de «Sáhara».
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Quien, como el autor de este artículo, ha pisado las arenas del Sáhara y ha tenido la suerte de que su guía Abdelkader le enseñara un día aquel valle entre dunas repleto de fósiles marinos que reposan sobre la arena roja desde hace incontables millones de años, y ahora se encuentra con estas mismas huellas fósiles incrustadas en la paredes de la catedral de Granada, como refiere el artículo de IDEAL, no puede menos que sorprenderse de que el paso del tiempo milenario deje huellas tan similares en lugares tan distintos y tan distantes.
La explicación de todo ello quien mejor la conoce es indudablemente la diosa griega, la 'abuela' Tetys, no en vano considerada por los clásicos una suerte de personificación de la longevidad, alguien en quien la naturaleza es capaz de mantenerse inmutable a pesar del paso del tiempo.
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Tenía razón Abdelkader cuando afirmaba que «el hombre tiene el reloj y los dioses tienen el tiempo».
* Javier Castejón es médico cirujano y ha sido cooperante sanitario en los campamentos de refugiados de Argelia.
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