De Ingres a Picasso
Una cincuentena de obras maestras de extraordinario mérito sitúan al museo palatino en primerísima fila, destacado lugar nacional e internacional y que, además, devuelven y colocan a Granada en un nivel de prestigio
Hace pocas fechas, en una luminosa mañana de primavera y sin la repercusión audiovisual que el acontecimiento demandaba y exigía, tuvo lugar la inauguración en ... la Alhambra de Granada, con la presencia del Jefe del Estado, de un conjunto de valiosísimas pinturas, venidas desde los principales museos y colecciones de Europa; todas ellas agrupadas bajo el epígrafe, Odaliscas, de Ingres a Picasso.
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Es de destacar desde luego el savoir faire artístico del Patronato alhambreño y también del órgano administrativo correspondiente que haya permitido que su previsible costosa financiación haya sido posible. El resultado no ha sido otro que la conjunción de una cincuentena de obras maestras de extraordinario mérito que sitúan al museo palatino en primerísima fila, destacado lugar nacional e internacional y que, además, devuelven y colocan a Granada en un nivel de prestigio y señera jerarquía museística que por su historia, patrimonio, solera, tradición cultural y científica, jamás ha debido perder.
No puede desgraciadamente decirse lo mismo de otras instancias administrativas de la ciudad, e incluso de otra naturaleza, que por inadvertencia, distracción o ausencia de eficaz control y adecuado hostigamiento descuidan el ornato de la civitas, arrojándola al desamparo de infames tribus que entintan, embadurnan, escagarruzan y pintarrajean su casco urbano, fachadas, y hasta su excepcional patrimonio artístico y, que al cabo, la deshonran y denigran en un miserable aquelarre de mugre, incuria y zafiedad.
Jean Auguste Dominique Ingres, nacido en Montauban, pequeña localidad de Aquitania, hijo de un artista local y considerado en general como el epítome, resumen o compendio del academicismo fue, según algún autor, además de un pintor superdotado, uno de los artistas más influyentes de la vanguardia coetánea. Ingres fue siempre el primero de la clase; lo fue en casa, en la escuela y en su iniciación artística, primero en Toulouse y luego en París.
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Como suele ocurrir con esta clase de personajes, tímidos e indescifrables, razona C. Serraller, es difícil discernir qué había en el Ingres adolescente de buen chico o qué de incendiario. Es lo cierto que en el exigente taller de Jacques Louis David, en el que nadie le apeó nunca del número uno, simpatizó desde luego con aquellos enigmáticos pintores conocidos como los barbudos o etruscos, que finalmente se rebelarían contra el maestro y que a la postre fueron los iniciadores de la nueva corriente estética primitivista.
La evolución del desnudo femenino, esboza el ya referido erudito, experimenta a través de la pintura galante francesa y el libertino siglo XVIII un cambio de orientación desde que en el XVI se produjese la reivindicación estética de esta referencia icónica. Las Venus de Giorgione, Tiziano y hasta la de Velázquez evocan, proyectan, transmiten virtudes o perfecciones, cualidades, excelencias, condiciones o esencias morales; suelen además representarse como encarnaciones de diosas o mitológicos personajes. A partir de esta nueva representación pictórica, tras la aludida evolución experimentada, solo o especialmente se sugieren, se insinúan, percepciones preferentemente sensuales.
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Y en esta tesitura histórica encontramos a Jean Auguste Dominique Ingres, que en 1808 sorprende con una de sus obras maestras: La bañista de Valpincon, llamada así por el nombre del comprador de la obra y que alcanzó la cuantiosísima suma de cuatrocientos francos. Se ha repetido que Ingres, siguiendo su formación academicista, fundamentaba toda su obra y producción en el dibujo.
Siendo verdad su prodigiosa capacidad para esta habilidad, no fue ni muchísimo menos cierto su portentoso talento en el manejo del color. Ingres no renuncia a los más mínimos detalles de la figura, rasgo distintivamente etrusco, primitivista, ni tampoco al efecto sensual del desnudo. Excepcionales son en esta obra los pliegues del turbante, y no menos su imposible color rojo o el cromático carmesí de la zapatilla sujeta al desgaire. Únicas sus tonalidades blancas, en gris, beige o verdosas con la que nos obsequia en sus sábanas y cortinajes. Más tarde vendrían, su personalidad tenaz y obsesiva le llevaba a recrear sus propias obras, La pequeña bañista, La gran odalisca o el Baño turco.
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El Romanticismo, aquel movimiento cultural y artístico al que Ortega definió como una voluptuosidad de infinitudes, una ansia de integridad ilimitada en la que si el temperamento romántico no coincide con una genialidad de primer orden la cosmovisión creada resulta confusa, vaga e inconcreta, avanza ardiente, imparable, vehemente, apasionado, mediado el XIX.
En él surge como figura capital Eugéne Delacroix, no solo en la historia de la pintura de aquel siglo, sino además y como autor de un espléndido Journal en tres tomos de excelente pulso literario, en la vida intelectual de toda la Europa occidental. Miembro de una familia aristocrática, su padre ocupó los más altos cargos de la administración francesa y su madre procedía de importante estirpe artística, Delacroix se convirtió en el protagonista principal de la llamada corriente del romanticismo del color. Culto, elitista, introspectivo y melancólico estuvo en España y posteriormente, tras un periplo norteafricano, se introduce de lleno en la corriente temática orientalista, fértil rama de la pintura romántica como hoy se aprecia en esta escogida exposición.
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Imposible, dadas las limitaciones de estas consideraciones, apuntar un tratamiento puntual y detallado de la dimensión y obra artística de Picasso. Comentaba Madariaga que en alguna ocasión Ortega refiriéndose a si mismo se autodefinía como «un ibero irreductible». Más allá iba el gallego, manteniendo que esta calificación a quien verdaderamente dibujaba no era al filósofo, que al fin y al cabo era un intelectual habituado a domarse con las bridas de la razón y el bocado de la voluntad, sino más bien al pintor malagueño. Picasso, continúa el polígrafo, cruza al galope los campos del arte moderno como un auténtico toro bravo rebelde a todo lo que no sea su propia fogosidad. Compruébenlo y no se pierdan esta joya expositiva.
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