SUR
Puerta Purchena

La herencia

«Lo que la codicia entrega es solo una ilusión. Y lo que roba, lo arrebata para siempre»

José Manuel Palma Segura

Periodista y teólogo

Lunes, 10 de marzo 2025

Hay una lacra que ataca a cualquier familia cuando fallece un ser querido: la herencia. No quiero parecer dramático. Pero este reparto de bienes, en ... ocasiones, se convierte en una carcoma que devora, silenciosamente, la historia completa de una familia. En un abrir y cerrar de ojos, los hermanos pueden dejar de serlo o los padres se transforman en unos extraños para su prole. Es decir, cualquier lazo de sangre queda deshilachado cuando el vil metal se entroniza en el horizonte de nuestras vidas. ¿Cómo es posible? ¿Acaso lo vivido fue una mentira? ¿Es el mero interés lo que nos mueve?... Son preguntas más que lícitas. Aunque encierran una afirmación falsa y perniciosa: somos egoístas por naturaleza y, por eso, el dinero saca a relucir nuestro auténtico rostro. Pues bien, eso no es así. Y no porque lo diga yo, sino porque el mismo Jesucristo lo advierte, repetidamente, a lo largo de su ministerio: «Mirad, guardaos de toda clase de codicia» (Lc 12, 15). «¿Pues de qué le servirá a un hombre ganar el mundo entero si pierde su alma? ¿O qué podrá dar para recobrarla?» (Mt 16, 26).

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En ningún momento dice Cristo que seamos malos en esencia. Al contrario, avisa con vehemencia de que si escuchamos la meliflua voz de la serpiente, su veneno endurecerá nuestro corazón en un frío mármol incapaz de amar. Lo que la codicia entrega es solo una ilusión. Y lo que roba, lo arrebata para siempre. Eso es lo que le sucedió a un pobre granjero hace mucho tiempo.

Cuenta la historia que un fraile encontró una piedra brillante a la entrada de una cueva, en la que se guareció de una tormenta. Se quedó mirando el curioso mineral y le pareció bello. Así que lo guardó en su alforja para que ornamentase el altar de su convento. La lluvia torrencial amainó, dejando el manto de estrellas al descubierto. Pronto el sueño cerró sus ojos y se durmió. Sin embargo, el descanso se truncó por las voces que le profería un pobre granjero en mitad de la noche. -¡Eres tú! Estás aquí! ¡Era cierto!-, gritaba el lugareño. El fraile se despertó sobresaltado y le preguntó a qué se debían aquellos aspavientos. El agricultor le dijo al consagrado que llevaba semanas rezando al Señor para que le otorgase un tesoro que le sacara de su vida curtida por el sol, el viento y la lluvia. Y que en un sueño aparecía un monje que transportaba un tesoro de incalculable valor.

–Una voz me dijo que te lo pidiese y, así, se terminarían mis desvelos-, le aclaró el aldeano. El fraile cayó en la cuenta de la piedra preciosa que encontró. Así que sacándola de su alforja se la entregó. El aldeano no daba crédito: ¡menudo diamante! Lo cogió y, a la velocidad del rayo, se fue a su casa y allí se atrincheró con el preciado obsequio. Con el hacha bajo la almohada, saltaba del camastro al más mínimo ruido. Se escondió, incluso, de su mujer e hijos. El miedo a que le arrebatasen el diamante lo desquiciaba por momentos. Fue, entonces, cuando regresó hasta donde descansaba el fraile y le dijo: «Te devuelvo el diamante. Pero dame el auténtico tesoro que te hizo desprenderte de este».

No es necesario explicarles la moraleja. Por eso, aprovechemos este tiempo de Cuaresma que iniciamos el pasado Miércoles de Ceniza para convertirnos a los bienes eternos del cielo. Pues donde esté nuestro corazón, allí estará nuestra felicidad o, quizás, nuestra perdición.

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