El pasado mes de julio, IDEAL me publicaba un artículo en el que escribí una breve crónica sobre la atormentada historia —y algunas consideraciones sobre ... el presente— de El Salvador.
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Hoy, quiero contar una vivencia personal que estoy seguro que no olvidaré mientras me acompañe la memoria.
Los recuerdos de la niñez, esa patria a la que siempre volvemos y que nunca nos acaba de abandonar del todo, los llevamos incrustados en lo más profundo de nuestro ser. Yo recuerdo perfectamente cuando, a principios de los años 70, llegaban cartas a casa de mi abuela María con un remite que decía:
Gregorio Motos Fajardo / Departamento de Ahuachapán / Atiquizaya / El Salvador
Era el tío Gregorio, el hermano menor de mi abuela María. La abuela María murió en enero de 1975 y su hermano Gregorio en julio de ese mismo año. María murió en nuestra Granada y Gregorio murió allí tan lejos, en Atiquizaya, adonde había llegado en 1931, desde el Huéscar natal de ambos, cuando tenía solo 23 años.
El viaje entonces, se hacía por barco hasta México y después en tren hasta San Salvador; para llegar a Atiquizaya había que tomar otro tren y finalmente tomar una diligencia o utilizar caballos y mulos. Aquello suponía un mes viajando en condiciones muy duras para los estándares que tenemos hoy.
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El tío Gregorio era presbítero y como pude comprobar, su magisterio dejó una huella profunda en Atiquizaya.
La vida en El Salvador, para la inmensa mayoría, siempre fue dura. En aquellos años predominaban la miseria, el caciquismo y el analfabetismo. Una realidad áspera y sin apenas esperanza de mejora para aquellos que sufren la Historia. Cuando estallaban revueltas, eran sofocadas con una violencia extrema.
Gregorio ya vivía allí cuando ocurrió la matanza de indígenas pipiles y campesinos en 1932, perpetrada por el déspota Maximiliano Hernández Martínez. A esa vivencia brutal, en 1937 se le sumó otra tragedia: desde España le llegó la noticia de que su tío Florentino había sido fusilado por los republicanos durante la contienda civil que desangraba España.
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Hasta su muerte, Gregorio solo conoció en El Salvador el gobierno de los dictadores y la oligarquía de «las 14 familias». Y las noticias de España no eran mucho mejores: una dictadura férrea sin visos de abrirse a la democracia.
Cuando supe que iba a ir a la universidad en San Salvador, comencé a pergeñar la idea de visitar Atiquizaya y reunirme, aunque fuera por unas horas, con una parte de mis raíces.
Lo cierto es que no esperaba encontrar, y eso en el mejor de los casos, más que una lápida en el cementerio local que aún 50 años después de su muerte, todavía fuera el último testimonio de que Gregorio Motos estuvo allí. Pero nada de eso. Resulta que está enterrado en la misma iglesia, donde una lápida en el suelo reza: «Gregorio Motos Fajardo. 27 agosto 1908-18 julio 1975». Hay en la iglesia, hasta cuatro lápidas por distintos motivos a la memoria de Gregorio.
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Fue muy emotivo que cincuenta años después de su muerte, un familiar lejano y que llegaba desde donde él salió, estuviera allí, frente a su tumba. Conocí lugareños a los que había bautizado y dado la comunión, y que lo recuerdan como un hombre de carácter fuerte. Me contaron que se enfrentó a caciques locales, especialmente a los Castro, que siempre prometían dinero para restauraciones de la iglesia pero que nunca pagaban. Un día, en la misa, dijo:
«Los Castro nunca cumplen lo que prometen».
Y la enemistad con los Castro fue, desde entonces, definitiva. Esa frase cogió fortuna y se convirtió en una expresión del pueblo: «No te fíes, que los Castro nunca cumplen lo que prometen».
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Gregorio gestionó la construcción de una escuela, Santa Teresita, que también hace las veces de hospital. En el despacho del director hay dos fotos suyas: una de joven, casi al llegar, muy parecida a la que de él tenía mi abuela María, y otra ya mayor, poco antes de morir. Los párrocos actuales me enseñaron los libros parroquiales donde Gregorio, con caligrafía primorosa y a pluma, llevaba un registro minucioso de los bautizados. Anotaba apellidos, nombre y si era hijo legítimo (h.l) o hijo natural (h.n). Me llamó la atención ver páginas enteras solo con h.n.
Siempre se negó a llamarlos con un término que él sabía que los estigmatizaba, se negó a llamarlos «bastardos».
Al día siguiente, ya de vuelta en San Salvador, en una reunión con profesores de aquella universidad, presenté con detalle nuestra universidad. Al terminar, las dos profesoras y el profesor que me acompañaron a Atiquizaya me animaron a contar también la peripecia vital del padre Gregorio al resto del profesorado. La historia les conmovió, me dijeron. Tantos años después… casi 100 desde que llegó allí. Y «aún resuena cóncavamente en la memoria de aquellos hombres» como dijo Borges.
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