Alto. Quédense ahí sin moverse». El guardia municipal de Torres acompañó la orden con un gesto perentorio de la mano abierta. Cuando hubo acabado de ... hablar por el intercomunicador con un compañero, se dirigió a mi padre, «don Ernesto, ¿se acuerda de mí? Yo fui alumno suyo hace casi sesenta años. Gracias por todo» . Mi padre se acordaba. Mientras ellos platicaban sobre vivencias añejas, yo, henchido de orgullo por el legado paterno, divagaba sobre que…
Publicidad
…existe una eternidad ligada a le fe religiosa. Mis padres tienen esa convicción que les proporciona serenidad -hasta donde es posible- para afrontar la vejez y la muerte que día a día precisa los contornos que en la juventud son tan difusos cual meros borrones de los que es imposible intuir el dibujo final.
El resto de los mortales, buscamos -según nuestro grado de soberbia- dejar huella. Que nuestro legado sea trascendente y perpetuo. Habitualmente cometemos el error de exigir a nuestros hijos la superación de las metas en las que nosotros hemos fracasado. Un error, bienintencionado, pero nocivo y usual. No fue el caso de mis padres, que con gozo se han sacrificado «pro filiis suis». Su única exigencia era que nuestro rendimiento fuera mínimamente proporcional al tesón que ponían en sacar adelante la economía familiar.
Quienes buscan la eternidad por nobles vías gozan de mi respeto. Poco me importa si el novelista se sienta a escribir por la vanidad del aplauso de los lectores. Admiro las escasas ocasiones en que los políticos anteponen el interés de la res publica a su propia proyección personal. Ahórrenme -dilectos lectores- la enumeración de narcisismos con los que se ha gobernado España. Aunque afortunadamente, al menos en tiempos recientes, no han llegado a la egolatría de dementes que ponen la Humanidad al borde del desastre en la procura de unas líneas en la enciclopedia de la historia.
Publicidad
Obviamos que hay una eternidad mucho más cercana, en la que la sencillez implica su dificultad. Una vez conté aquí mismo que mi madre, cuando bajaba a ver a una amiga enferma de Parkinson, se ponía unas gotas de colonia en los dedos para que después de haberle cogido la mano aquélla volviera a su habitación con el frescor aromático del cariño. También he relatado en otras ocasiones el agradecimiento que mi padre ha recibido por -según sus palabras- cumplir con su deber de maestro. El mismo que lo impelió a dar clases particulares gratis et amore a sus alumnos torreños para que pudieran presentarse al examen de ingreso en el Instituto de Jaén. Mucho tiempo después un maestro que se jubilaba, ignorante de que yo estaba entre el auditorio, en su discurso de despedida «agradezco a don Ernesto Medina, mi maestro, aquellas tardes de dedicación. Sin él, yo no hubiera llegado a nada».
No tiene por qué ser un camino arduo. Requiere constancia sin esperar una recompensa, que curiosamente, al final, llega espontánea. He tenido dos ejemplos tan cercanos que asevero que esa eternidad existe para quienes tienen tal nobleza de corazón que la empresa no alcanza a doblegarlos.
Suscríbete durante los 3 primeros meses por 1 €
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión