Debería escribir del bochornoso final de la Vuelta Ciclista, o de la absurda imposición de la lengua catalana en toda España, pero no tengo el ... cuerpo para broncas. Prefiero esperar a ver qué pasa en nuestra ciudad el próximo año, cuando las instituciones culturales y las fuerzas vivas comiencen a celebrar los quinientos años de la estancia de Carlos V en Granada, porque estoy seguro de que más de uno va a sacar las viejas banderas de Boabdil, aunque sólo sea para incordiar, que es lo que más le gusta a la progresía. Y como tampoco tengo el ánimo 'pa'ruidos', ahí lo dejo apuntado, con el ferviente deseo de equivocarme. Lo que de verdad apetece estos días es comprar una torta de la Virgen y que su peculiar sabor resucite recuerdos de aquellos años en los que Zapatero y Puigdemont todavía vestían pantalón corto e iban a misa los domingos. Éramos más pobres y quizás más felices. No había tantas 'Españas' enfrentadas.
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Voy a centrarme en que, por fin, llega el otoño y, al parecer, trae lluvia para hoy, además de una bajada de temperaturas. Pero la lluvia ya no viene a dar savia a los árboles, sino a fregar las calles. El agua del cielo ha pasado de ser un regalo de los dioses para el campo a limpiar las aceras olvidadas por Marifrán. Será que el viento peina los sueños y promesas con raya en medio y por allí se escapan las ideas. Ese viento es el viaje de vuelta del amor al olvido, el aire que cierra primaveras y abre otoños de pieles arrugadas, ojos llorosos y un raro escepticismo aplastado entre los labios. Es como un viaje desde la sospecha al hastío, del desamor a la rabia, que atraviesa pedregales y abrojos, con el recuerdo de la vida verde que aguanta refugiada entre las espinas de las chumberas. Hasta que el invierno pase, no podremos recuperar aquel verdor de hierba tierna, que servía de tobogán a las gotas del rocío y saciaba la glotonería de los caracoles de abril, tiernos como recentales. Las hierbas del ribazo y de la acequia son como el corazón herido de la tierra, que levanta primaveras y aplaude el trino oculto en la arboleda. Sin embargo, por donde madruga el frío, la hierba bosteza y se mira en las nubes, que tienen el temblor de hembra parida.
Y ahora que llega el otoño, ¿qué hacemos con los pueblos? No con los que ya están agonizando, sino con los que todavía tienen un posible futuro, como las cabeceras de comarca. ¿Alguien piensa en este futuro? Muchos de sus vecinos quieren vivir en la capital o en su área metropolitana. Y esto es así en Granada y en Madrid, en Valladolid y en Málaga. Quedarse en uno de esos pueblos, con mucha historia detrás, es sentirse atrapado por una invisible línea de flotación y poco más, pese a que se ubiquen allí algunas empresas. Las facilidades de comunicación hacen que profesores, médicos y funcionarios que viven en ellos se desplacen a la capital para realizar su trabajo. Sé que avisar de esto no es oportuno, pero hay que colgar el cascabel al gato o la próxima generación asistirá a la gran debacle de pueblos y ciudades históricas, que fueron centros comarcales y para entonces sólo vivirán de las piedras de sus iglesias o castillos y del recuerdo de su pasado. Es el viaje de vuelta del amor al olvido, que cierra primaveras y abre otoños en que el aire se corta con navaja. Ese tiempo en que ya no esperas a tu amante como agua de mayo, sino que temes que llegue como gota fría.
Ahí lo dejo, hasta que sepamos si el emperador, en su vuelta a Granada, va a escuchar palmas o pitos.
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