Puerta Real

El cambio climático otoñal

Sábado, 6 de septiembre 2025, 23:08

Hace diez años, en 2015, varios miembros de la Young Entrepreneur Council (YEC) aseguraron que para el 2020 nos habríamos quedado sin los elefantes y ... rinocerontes africanos y habrían desaparecido los glaciares de los Andes. Dijeron también que para entonces apenas podríamos tomar chocolate debido a una enorme escasez de cacao por la prolongada sequía en Costa de Marfil y Ghana. No se quedaron cortos estos muchachos en anunciar desgracias, porque también dijeron que para ese año nadie usaría Facebook y habrían desaparecido las industrias del papel, del cine, del taxi y de la telefonía fija. No acertaron ni una en esta empanada mental, aunque también debo puntualizar que en aquella lista figuraba el aserto de que para el citado 2020 todos los pagos se realizarían a través de una aplicación del móvil: el actual 'bizum'. Habrá que reconocer que ahí casi hicieron diana, pese a que el asunto se va desarrollando con relativo retraso. Pero en lo de los elefantes, rinocerontes y el cacao se pasaron de frenada. Por cierto, también anunciaban que habría escasez de whisky y aconsejaban ir guardando algunas botellas. Del vino no se decía ni mu.

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Es de agradecer que entre tanta desgracia, tanta amarga profecía y tanto mal agüero, no dijeran nada del vino, lo que supone que dejaban abiertas las puertas de las bodegas, para que por ellas se cuele la luz que acentúa y hace que resalten esos matices de rubíes o de rojo-cereza que podemos observar cuando esta ambrosía se vierte en una copa. Afortunadamente no se atrevieron a cuestionar este fabuloso regalo del patriarca Noé, quien después del Diluvio –ése sí fue el gran cambio climático– plantó una viña y se bebió su caldo fermentado. Esos científicos sabían que tal ritual es necesario para conservar la esperanza en el futuro de la humanidad. Nunca agradeceremos bastante este detalle con los viñedos y sus racimos, que año tras año se convierten en vino en los lagares. Ese milagro ocurre cuando octubre alfombra de cobre y amarillo los parques, y abre el portón de los vientos que traen toses, bufandas, jarabes y castañeras.

Dicen otros científicos –más serios– que el clima está cambiando y que vamos camino de tener solamente dos estaciones, el invierno y el verano, lo que conducirá inexorablemente a la desertización del planeta.

La primavera hace tiempo que es cosa de unos días en los que el olor del azahar, la eclosión de las flores o las temperaturas agradables prestan la ocasión para que los enamorados disfruten de lo efímero. En pocos días el verano se suele hacer presente y los días calurosos y las noches sofocantes nos acompañarán hasta noviembre.

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Sólo nos quedan los restos del otoño, a lomos de las hojas teñidas de marrón y mojadas de tristeza. Como escribió Romero Murube, «primero perdimos los cielos, ahora estamos perdiendo los suelos y pronto perderemos la identidad, el alma y la intimidad». Llevaba toda la razón, porque el otoño ya no es lo que era. Esa estación en la ciudad mantenía sus auténticas tradiciones. Ahora se promueve el consumo desenfrenado y la diversión permanente, que la han convertido en una bacanal a base de noches blancas, visitas gregarias a espacios que siempre fueron íntimos, y costumbres foráneas como el Black Friday o el necio Halloween. No habrá marcha atrás, pero algunos echaremos en falta aquellas tardes otoñales de luz y de celajes, de saludos y andares reposados, del humo entre el café y la copa, con silencios que hablan y palabras que callan.

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