Vuelven a sus casas las gentes que han llenado calles, terrazas, bares, pisos turísticos, hoteles y restaurantes. Las maletas ruedan hacia los coches que durante ... toda la tarde protagonizarán largas procesiones por carreteras y autovías. Hoy debería ser un día de alegría desbordada. Se celebra la Pascua de Resurrección, la Pascua florida, que para los cristianos es su fiesta mayor, la que da sentido a sus creencias, con la celebración del triunfo sobre la muerte. Pero la realidad es más pedestre: se acaban los días de vacaciones y la jornada viene con las horas justas para hacer el equipaje, llenar el depósito, consultar si hay atascos y meterse en el carril que los devuelva a casa. El que fuera día grande del Occidente cristiano es ahora una inmensa caravana de nervios y frenazos; es la última penitencia impuesta por ese demiurgo impulsor del desarrollo que se llama estado de bienestar.
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Muchos piensan que esta celebración es una fiesta cargada de futuro, porque aúna el negocio con la tradición y el espectáculo. Está claro que no han leído, o han olvidado, el Evangelio de San Mateo: «Nadie puede servir a dos señores; porque o aborrecerá a uno y amará al otro, o se apegará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas». Aunque el mensaje está meridianamente claro, la Iglesia a veces va por el monte del olvido para no molestar. Pero, quiéranlo o no, no se le pueden poner puertas al campo y, como su nombre indica, la Semana de Pasión despierta pasiones. Estaba esperando este Jueves Santo que bajaran del Albaicín la Concha, la Estrella y la Aurora, cuando un buen amigo me hacía partícipe de su frustración y enfado por la deriva que va tomando la Semana Santa en algunas ciudades, donde los famosos –a veces sin pretenderlo ellos, como pasó en Málaga con Antonio Banderas– despiertan más interés que los propios pasos. Y no sabe uno si el bullicio de vítores, palmas y lágrimas lo desatan el Cristo o la Legión. Que la sociedad está cada día más entontecida es evidente, pero el trote que ha cogido es como para echarse a un lado.
Mañana, los hosteleros harán números y nos dirán si se han cumplido las previsiones de esta Semana Santa. También mañana saldrán las brigadas para limpiar las calles y algún portavoz municipal dará cuenta de los kilos de cera que se han retirado. O informará de las próximas actuaciones en el Albaicín para enterrar el cableado que afea las fachadas y calles del barrio patrimonio de la Humanidad. Ni lo uno ni lo otro es nuevo. La retirada de los cables se anunció cuando aún no habían aparecido los teléfonos móviles y el periódico sólo podía leerse en papel. La vida es un eterno retorno, cada vez más aburrido. Nos han hecho la pascua tantas veces en los últimos tiempos que ya el espíritu se acoraza ante las continuas promesas y anuncios, que solo contribuyen a llenar el espíritu de escepticismo y rabia.
Valle-Inclán abrió su Sonata de Primavera haciéndonos cruzar por una campiña de misterio y de rumores lejanos. Una campiña de vides y olivos, de ruinas y palacios decadentes, por donde paseaban frágiles princesas. Eran palacios de soledad y rezos, como los que Lampedusa recreó para acercarnos al Gatopardo. Por ellos deambulaba el espíritu de una civilización que agonizaba, a punto de mudar en un rimero de pavesas. Después, en la Sonata de Otoño, el marqués de Bradomín lloró como un Dios antiguo al extinguirse su culto. No sabría decir si estamos en una u otra sonata, pero apenas las separa un verano. Sólo podremos salvarnos si logramos llegar a la orilla donde habita la infancia.
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