En los últimos días el verbo más conjugado ha sido descuartizar. Hemos pasado de Daniel Sancho, que destazó a su amigo en Tailandia, al despedazamiento ... de Rubiales. Las informaciones que nos dieron sobre el primero eran tan edulcoradas que la víctima parecía el malo y el nieto de Sancho Gracia el bueno. Con Luis Rubiales ha habido más dureza. Quizás porque transmite una imagen de perdonavidas, chulo y pendenciero, que tiene difícil defensa en este etapa neoinquisitorial. Se pide su linchamiento con una berrea mayor que la del ciervo en otoño. De repente han aparecido montones de 'sheriffs' que se erigen en jueces de la horca. La nueva ética de esta singular doctrina de obligado cumplimiento, dictada por el ministerio de Igualdad, sugiere que tocarse las pelotas ante la Reina tiene un pase. Se tolera aunque causa cierto malestar, pero no va a mayores. Sin embargo, el beso robado y forzado a una jugadora, con la excusa de felicitarla por el triunfo, es delito punible y perseguible de oficio hasta más allá de la eternidad. ¿Nadie piensa que con la repulsa social teledirigida contra el extemporáneo beso lo que se pretende es tapar las horribles consecuencias de la ley mazorral del 'solo sí es sí'? En el caso de Rubiales 'manca finezza', como dicen los italianos. Sí, falta finura en esta oleada de indignación. Estamos ante un individuo que ha dado muestras suficientes de prepotencia y grosería por arrobas. Pero que muchos de los 'torquemadas' que piden poco menos que la hoguera sean los mismos que callaron mientras la ley, mazorral y nefasta, beneficiaba a más de mil cien violadores y agresores sexuales y ponía en la calle a 117 reos condenados por agresiones y abusos, es de una hipocresía que hace hablar a las piedras. Hay que ser más coherentes y recordar que la 'Sisí' fue mantenida –y no enmendada– durante casi medio año por la obstinación infantiloide de Irene Montero, mientras Sánchez se hacía el sueco mirando a palomo.
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Antes de pasar más adelante, he de aclarar que al único Rubiales que aprecio es mi pueblo, que lleva tal palabra de apellido. Allí se cultiva la uva tempranillo que da un caldo tan noble como el rioja rimado y bebido por Gonzalo de Berceo. Cuando los 600, R-8 y Simca 1000 llevaban en el cristal trasero, por encima de los cojines de ganchillo, una pegatina alabando la ciudad o el pueblo del dueño del coche, la de mi pueblo decía 'San Martín de Rubiales, siempre cordiales'. Incluso nos gusta adobar la charla con una pizca de guasa e ironía, que no impide el trato amable. Dicho esto, aclaro que a este perillán que ha acaparado la actualidad no lo conozco, que su conducta en el caso que nos ocupa me parece deleznable, que su nombre aparece en otros casos presuntamente punibles y que su prepotencia y desfachatez no lo hacen merecedor del cargo que ocupa, del que, cuando esto escribo, no quiere apearse. A partir de ahí debe entrar en funcionamiento la Justicia. Los linchamientos, para las películas del Oeste.
Sobran esos juicios sumarísimos que leemos en las redes, fomentados por quienes nos quieren como un rebaño anodino, pastueño y sin criterio, que antepone las emociones al razonamiento. A poco que se analice la situación, veremos que el 'caso Rubiales' también le ha venido pintiparado al Gobierno en funciones para tapar sus vergonzantes acuerdos con los separatistas a fin de reeditar un nuevo gobierno Frankenstein, en el que 'draculín' Puigdemont empuñará la batuta. Las olas de calor de este neurasténico verano, tacaño en agua, machacan cerebros y calientan braguetas. Convendría que todos supiésemos a dónde vamos, no vaya a ser que –como en el romance– en la grande polvareda perdamos a don Beltrán.
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