Yankee, go home
El tiempo, que impide vivir indefinidamente en el lado negro del corazón, y el sosiego -llámenlo, si les place, el conservadurismo de los años- fueron limando asperezas.
A principio de los ochenta, en la universidad, todos mis colegas éramos antinorteamericanos. Decorábamos las carpetas de los apuntes con pegatinas 'OTAN, NO; BASES, FUERA'. ... Nos había pillado a trasmano la guerra de Vietnam y el napalm, pero acumulábamos motivos para el odio. Costa Gavras nos encendía con 'Missing' y la dictadura chilena. Allende, Víctor Jara, las juntas militares de Argentina, la Escuela de las Américas donde la CIA formó los torturadores y mílicos golpistas de Hispanoamérica. Los sandinistas eran nuestros héroes, Edén Pastora, el Comandante Cero. Yo era tocayo del Che Guevara y del poeta y latinista Ernesto Cardenal. Gabriel García Márquez corregido, nos considerábamos felices, pero no indocumentados. Sorteábamos nuestras contradicciones sin mayores reparos. En las películas del Oeste obviábamos el genocidio indio e incluso admirábamos su capacidad crítica en 'Pequeño gran hombre' o 'Soldado Azul'. Porque el cine europeo servía para presumir de intelectuales ante los ligues en las barras de los bares, pero en general era un coñazo.
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Nunca se me apagó ese resentimiento –quizá odio sea más exacto– contra los gringos. Favorecían la repulsa. La invasión de Irak, la inacción en la Guerra de los Balcanes, la injerencia frente a cualquier impulso democratizador en Hispanoamérica, la prepotencia de Reagan, la estupidez de Bush hijo. El tiempo, que impide vivir indefinidamente en el lado negro del corazón, y el sosiego -llámenlo, si les place, el conservadurismo de los años- fueron limando asperezas. De cuando en vez alguien abría una rendija en mi aversión yankee. «Los norteamericanos se dejaron lo mejor de su juventud en las playas de Normandía y Sicilia para salvarnos de los nazis. Cualquiera sabe que hubiera sido de Europa entre Hitler y las dictaduras comunistas», Antonio Agudo dixit.
Son infantiles y poseen la zafiedad de los nuevos ricos, pero eligieron un presidente negro donde hace cincuenta años las minorías luchaban por los derechos civiles. El mundo no estaba para tirar cohetes, mas avanzábamos. Soslayados mis viejos rencores, me enconé con la degradación democrática de España o me puse incondicionalmente con Ucrania. Hasta que las pesadillas distópicas tomaron cuerpo en los Estados Unidos. Un descerebrado ganó las elecciones presidenciales a pesar de que obtuvo menos votos totales. Curioso sistema electoral que permite que las mayorías pierdan. Al ser derrotado en su intento de reelección, promovió un golpe de estado mucho más esperpéntico que el de Tejero. Lo del general Pavía a caballo en las Cortes -siglo XIX, por poner en su justa medida los hechos- palidece ante la fotografía de un irredento disfrazado con una cabeza de búfalo en el Capitolio, llamado por los ciudadanos de la primera democracia el templo de la libertad. Condenado en firme por treinta y cuatro lindezas penales, el patán ganó en noviembre las presidenciales norteamericanas. Desde entonces, vivimos de susto en sorpresa. Entremedias, declaraciones, resoluciones o recepciones a mandatarios extranjeros en el Despacho Oval propias de un desequilibrado mental. Con mucho poder, demasiado poder, para poner el orbe del revés.
Me he vuelto otra vez antinorteamericano furibundo. Rejuvenecido he retornado a la universidad. Con sus viejas pintadas en los servicios: «que se pare el mundo que yo me bajo». En marcha, si no hay más remedio.
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