Aunque las novelas presidencialistas se asocian al boom de la narrativa hispanoamericana, José Luis Buendia y Concha Argente, mis queridos y añorados profesores de literatura ... en el Colegio Universitario de Jaén, se encargaron de ponerme en antecedentes. «El primero fue Valle-Inclán con 'Tirano Banderas'. Ése es el origen. A la Generación del 98 le dolía España y amaba la libertad». Al repasar añejos conocimientos literarios he constatado que son denominadas más usualmente 'novelas de dictador'. Tanto da. Estamos ante un subgénero que produjo un ramillete de obras maestras. A saber, 'Yo el Supremo' de Augusto Roa Bastos; 'El otoño del patriarca' de García Márquez; 'El señor presidente' de Miguel Ángel Asturias, y 'La fiesta del Chivo' de Vargas Llosa.
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Las leíamos con devoción. E indignación. En los albores de la Transición española la política impregnaba nuestras vidas estudiantiles. Utilizábamos aquella literatura, además de por el disfrute estético, para odiar con más énfasis a Somoza, Pinochet, Videla, Trujillo o Doc Duvalier. La nómina, desgraciadamente, podría ser infinita. Incluso algún heterodoxo, considerados los tiempos que corrían, incluía a Fidel Castro entre los reos de lesa libertad. Razón no le faltaba. Afortunadamente las dictaduras del Cono Sur y las repúblicas bananeras del Caribe fueron, casi todas, cayendo. La muerte, las torturas, la corrupción y los desmadres surrealistas del poder omnímodo cambiaron de continente. Se fueron a África. Lo que nunca creímos es que los epígonos de aquel género novelístico pudieran rastrearse en Occidente, vencido el primer cuarto del siglo XXI.
Me gustaría poder calificar a Trump de gobernante de opereta y hacer chistes fáciles como que sus cambios de parecer se deben a los efectos perniciosos del amoniaco del tinte capilar sobre su córtex cerebral. Pero es tanto el poder que atesora y su influencia sobre el devenir del orden mundial que el pavor frena las ganas de chanza. Mis reacciones escatológicas sobre su parentela no consuelan mi indignación. En el personaje todo es, en el mal sentido, desmesurado y onírico. Alienta hordas que, vestidas con disfraces de bisonte, asaltan el Capitolio. La encerrona a Zelenski es propia de un descomunal ególatra narcisista. Se sabrán con el tiempo sus abusos sexuales. Ataca la libertad de expresión. Utiliza las redes sociales como un adolescente acosador que hace del matonismo su razón de ser. Su última gracieta ha sido ver una conspiración que puso en peligro su vida y la de la primera dama por la parada de una escalera mecánica en la ONU. «Ambos estamos en buena forma, ambos nos pusimos de pie». No consta que se cayeran, pero la hipérbole es consustancial al susodicho. Su compadre antagonista se llama Vladimir Putin, cuya principal distracción es machacar al pueblo ruso susy masacrar soldados propios en Ucrania por mor de satisfacer su megalomanía. Para Trump y Putin el poder, la razón y la fuerza son ellos, una concepción patrimonialista del gobierno.
Mutatis mutandis rebus, también Sánchez se cree más allá del bien y del mal bendecido por una misión divina que en realidad sólo oculta corrupción familiar e incapacidad para gobernar. El reloj de la historia no avanza. Se ha parado. Con el inconveniente de que los interfectos no son ni tan siquiera material para una buena novela.
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