Sólo una vez recurrí a los jueces. Para salir escaldado. Denuncié a una profesora por injurias. Aporté las pruebas, pero el juez decidió que no ... había causa. Mi abogado apeló a la Audiencia Provincial, quien entendiendo que había motivos más que suficientes para la querella devolvió el pleito al mismo juez. El juez febril -sensu stricto, tenía síntomas de gripe el día de la vista oral, y también sensu lato, mancillado su honor profesional por la corrección del órgano colegiado- dictó sentencia en la que no apreciaba las injurias, pero a mí me eximía del pago de las costas como si quisiera dar a entender que realmente la calumnia sí existía. Con el paso de los años y vistas correcciones judiciales, idas y vueltas, e interpretaciones del mismo hecho según la señoría que el albur determine, mi consideración de la administración de justicia es un aprobado raspado.
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No obstante, asumo por universales y porque son el fundamento del estado de derecho algunos principios judiciales incuestionables. La presunción de inocencia, por ejemplo. Es hermoso saberse inocente hasta que se demuestre lo contrario. Es una garantía cívica no tener que demostrar la inocencia, sino que los poderes públicos constaten la culpabilidad. María Jesús Montero, a la sazón vicepresidente primera del Gobierno y ministra de Hacienda, secretaria general del PSOE de Andalucía y vicesecretaria general del PSOE, ha proclamado en Jaén donde sufrimos -cito textualmente- que «se cuestione el testimonio de una víctima y se diga que la presunción de inocencia está por delante del testimonio de mujeres jóvenes…». Ni siquiera la verborragia propia de la señora Montero ni el ardor de un mitin en el congreso provincial del PSOE de Jaén pueden justificar el dislate. Máxime en alguien con tan altas representaciones institucionales. Además de las cuentas públicas la ministra se convierte en juez y parte. Según ella la sentencia debía estar dictada apriorísticamente. De una parte, la víctima. De otra, por ende, el verdugo. El juicio, los jueces, los abogados, el procedimiento están de más. María Jesús Montero ya había dictado sentencia.
Cuando Rubiales, tras el beso a Jenni Hermoso, hubo vociferado en una asamblea de la Federación española de fútbol, «no voy a dimitir, no voy a di-mi-tir» los asistentes prorrumpieron en aplausos. Eran dóciles corderillos que seguían al macho de la manada. Hubieron de arrepentirse. También los asistentes al congreso provincial del PSOE respaldaron con su ovación y asentimientos de cabeza las palabras de la secretaría general. ¡Ay de las adhesiones inquebrantables por encima de la razón! Vendrá ahora el arrepentimiento y la recogida de velas una vez que la dirección nacional ha matizado-afeado-reconvenido las aseveraciones de Montero.
La sumisión de la mujer a lo largo de la historia, su falta de derechos civiles, su postergación social son verdades incuestionables. Lo cual no puede implicar que el feminismo radical y descerebrado invierta los papeles. Los pogromos en diferentes épocas de la historia y el Holocausto perpetrado por los nazis no justifican las matanzas de los israelís en Palestina, Gaza o Cisjordania. Creo que el ejemplo es válido para explicar el disparate de María Jesús Montero. Sucede que, sin embargo, la coherencia se vende muy cara en los tiempos del populismo y la demagogia.
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