Licenciado en Filología Clásica
Conservo el sentido común imprescindible para no tirarme pegotes, consciente de que en los tiempos cibernéticos que corren me pillan antes que al caballo del malo
Creo. Del todo seguro no estoy. Porque si los sueños afloran los miedos de la vida real, envidio los padecimientos de una geisha por arrozal - ... maestro Umbral dixit-. Violeta se ríe de mis temores. Que no me preocupe. Esas pesadillas recurrentes de que me falta alguna asignatura para acabar la carrera son el pan nuestro de cada día. Me ha remitido a la lectura de algunos artículos científicos para que me tranquilice. Ha conseguido lo contrario. El primero afirmaba que estas pesadillas denotan ansiedad, sensación de no estar preparado y temor al fracaso. Cuando le hube comentado, entristecido, que pasaba de interpretar mi mundo onírico, me instó a seguir leyendo. Por ejemplo, al neurocientífico cognitivo finlandés Antti Revonsuo quien sostiene que estos sueños actúan como un simulador de realidad virtual para prepararnos ante situaciones difíciles.
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«En todo caso -argumentó con ternura-, si el agobio te despierta en medio de la noche, piensa que aprobaste las oposiciones de agregado de bachillerato, para las que tuviste que presentar el título de licenciado; que dos veces -una de presidente- fuiste tribunal en las convocatorias de acceso de profesores; o que, en el concurso de méritos a una plaza de asociado en la Universidad de Jaén, que por cierto conseguiste, fue necesaria la presentación de ése y otros muchos papeles. Al margen de tus años de director en el instituto de Mancha Real. Si no te han pillado nunca, y no tienes acabada la carrera, eres uno de los mayores impostores de la historia». La sonrisa beatífica, que esbocé inmediata, esperaba un beso, pero me encontré una hostia. «Ya eres muy grande -proclamó Violeta- para que te tenga que regalar el oído. Va a ser cierto que eres un farsante».
La agresión, amorosa, con la consiguiente peleílla impidió que le contara la historia de mi documento oficial. Nunca he ido a recogerlo a la facultad. Me permití la niñería republicana de no atesorar un título de licenciado que estuviera presidido por un Borbón. Durante años para cualquier trámite académico o profesional, incluida la solicitud de la plaza universitaria, recurría al resguardo de papel de pagos al Estado que acreditaba mi licenciatura adjuntando un certificado oficial con las notas de los cinco años de carrera. Ha llegado un punto en el que ignoro si es una fabulación que, repetida ad nauseam, he acabado por creerme o el diploma yace cuarenta años después en los archivos de la Facultad de Letras. Lo mismo un día me lo encuentro en una exposición retrospectiva.
Esta semana he vuelto a tener la pesadilla. Cualquier plumilla de los que cubre agosto, o incluso un becario en prácticas, me hubiera fundido a cuenta de la rocambolesca historia del título in limbo. Afortunadamente no soy político. Además, conservo el sentido común imprescindible para no tirarme pegotes, consciente de que en los tiempos cibernéticos que corren me pillan antes que al caballo del malo. Al despertarme calibré cómo dormiría la ristra de inflacionistas académicos que en sus 'curriculum vitae' han presumido de licenciaturas, grados o másteres que ni en sus sueños más colgados o húmedos. Sólo alcanzo a colegir una explicación. Los políticos viven en un mundo paralelo del que los meros mortales ni nos coscamos.
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