El supremo valor de la felicidad en los seres humanos
En consecuencia, no puede racionalmente no desearse, por cuanto es superior a cualquier otro valor
Cuando nos dirigimos a alguien por su cumpleaños, por su santo, por la Navidad, o bien por el éxito académico o profesional, lo hacemos con ... el vocablo 'felicidad'. Todos deseamos ser felices. «¿Acaso –se pregunta S. Agustín– no es la felicidad lo que todos buscan, sin que haya ninguno que no la desee?» Siendo felices no necesitamos de nada más, pues la felicidad proporciona, por sí sola, sentido y plenitud a la vida humana.
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La felicidad es un deseo humano universal, supremo y último que sacia totalmente la potencia humana del querer. Así lo entendió ya Aristóteles: «Lo que de un modo absoluto hace de fin es lo que siempre se elige por su propio valor y nuca por el valor que otra cosa posee. Pues bien, la felicidad es lo que concebimos como lo que más vale por sí en mayor medida».
En consecuencia, pues, la felicidad por ser fin último, perfecto y autosuficiente de todos los seres humanos, no es objeto de deliberación o decisión. En consecuencia, no puede racionalmente no desearse, por cuanto es superior a cualquier otro valor: «Querer ser feliz no es asunto de libre elección», escribió Tomás de Aquino. Nadie, pues, quiere ser desgraciado. La felicidad la busca tanto el drogadicto, como el ambicioso, el hedonista, el dictador, el contemplativo y el místico, pero por distintos caminos y persiguiendo distintas metas.
El problema no radica en el deseo de felicidad, sino en qué consiste realmente la felicidad, pues las personas nos proponemos diversas metas en distintos momentos de nuestra vida. Como ya observó Séneca: «Todos quieren vivir felizmente, pero al considerar qué es lo que produce la vida feliz caminan sin rumbo claro».
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Esta variedad de contenidos, sin embargo, posee un fundamento común: la razón y el afecto, pues como ya afirmó Pascal, «nosotros conocemos la verdad, no sólo por la razón, sino también por el corazón».
1. La felicidad budista. Según el budismo (Buda nació en el año 480 a.C.), la felicidad sólo se alcanza en el estado de 'nirvana', es decir, cuando el alma ya se ha librado de todo deseo. No es más feliz el que más tiene, sino el que menos desea.
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2. La vida buena para Aristóteles (384-322 a. JC.) se logra desarrollando al máximo todas nuestras capacidades, especialmente la prudencia, pues sólo la persona prudente puede acertar con la conducta adecuada en cada situación.
3. La propuesta hedonista de Epicuro. Según Epicuro (341-271 a. JC.), la felicidad consiste en gozar inteligentemente de los placeres de la vida con moderación, evitando el dolor y cultivando especialmente la amistad, la lectura, la conversación y otros placeres semejantes.
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4. El modelo estoico de vida feliz. Para el estoicismo (335 a. JC.), la felicidad consiste en aceptar de buen grado todos los acontecimientos, sin que perturben la tranquilidad de ánimo: la imperturbabilidad, que se alcanza con el ejercicio del autodominio.
5. La felicidad en el pensamiento cristiano reside en la vivencia del amor a Dios y al prójimo, pues el amor es la dimensión humana que nos aporta un mayor grado de felicidad. El egoísta, el que utiliza a las demás personas en su propio provecho, acaba siendo desgraciado. Una felicidad que se prolonga hasta la vida eterna.
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6. El modelo utilitarista de felicidad. El utilitarismo (siglo XVIII) sostiene que la felicidad radica en fomentar el mayor placer posible para el mayor número de seres dotados de sensibilidad. La felicidad incluye una gran variedad de experiencias agradables: la amistad, los actos altruistas o el sentimiento de simpatía.
7. La felicidad como autorrealización en libertad. Las éticas contemporáneas de inspiración kantiana (Rawls, Apel, Habermas, etc.) consideran la cuestión de la felicidad como un asunto de autorrealización personal, a resolver atendiendo a sus propias capacidades, deseos y posibilidades.
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Y si la felicidad es el fin último del hombre, lo es, por lo mismo, el fin último de la educación, por cuanto ésta se orienta hacia la perfección integral de todas las facultades humanas.
De este modo, las acciones humanas a la luz de su finalidad constituyen el fundamento de la felicidad y de la educación, de tal modo que el valor de una acción educativa no radica tanto en el camino que ha de recorrer, cuanto por el grado de alegría que ha de suscitar. Así quiso A. Manjón que fuesen las escuelas del Ave María y sus maestros, lejos de la tristeza de los cementerios: «Escuela sin juego, sin ruido ni canto, no es escuela, sino cementerio; maestro quejumbroso, tristón y tedioso, no es maestro, sino un llorón o plañidera, que pudiera aspirar a sepulturero».
En conclusión, pues, toda acción educativa ha de suscitar una alegría compartida entre el profesor y el alumno orientada hacia el bienestar corporal y espiritual, es decir, hacia la felicidad.
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