Elogio de la mediocridad

josé antonio flores vera

Domingo, 20 de junio 2021, 00:09

La disputa artística de Antonio Salieri, no con Mozart, pero sí contra Mozart, que nos llegó muy nítida a través de la grandiosa película de ... Milos Forman 'Amadeus', nos puso en la pista de lo que era la mediocridad y la genialidad. Mientras el compositor Salieri se proclamaba el patrón de los mediocres, el compositor Wolfgang Amadeus Mozart había creado sinfonías y operas geniales, conocidas por el gran público. Mientras que su vida cotidiana era estrafalaria y casi vulgar, al contrario que la de Salieri, alto funcionario musical de la Corte imperial de Viena, acomodado y protegido por su rey. Se trata de ficción basada en hechos reales divergentes, pero qué realidad por muy divergente que sea no suele superar a la ficción.

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El gran problema de Salieri era que deseaba ser genio en vez de mediocre; sacrificar todo el bienestar y calidad de su vida cotidiana a cambio de una obra genial, quizá ignorando que la genialidad aporta sufrimiento, mientras que la mediocridad aporta tranquilidad y sosiego. De ahí que sea conveniente ensalzar la mediocridad, porque puestos a pensar ni el mismísimo genio es genial las veinticuatro horas del día. Es posible que sea genio cuatro horas y mediocre veinte. Ese será, entonces, su salvaconducto, su garantía de supervivencia. Genio en su creatividad, pero mediocre en todo lo demás, en el día a día cotidiano. Mediocre en las tareas más simples, sino desastroso; mediocre en la presencia física e, incluso, mediocre en la forma de hablar y de comportarse socialmente. Es así cómo se ha escrito la historia, aunque la historia pocas veces hable de genios y mediocres, sino de vencedores y vencidos.

Por lo que la historia no sería nada sin la mediocridad, que es la que da cuerda diaria al reloj que hace funcionar el mundo, como aquel pájaro de la obra de Murakami, la mayor garantía de que el mundo, a pesar de su agitada locura, mantiene el equilibrio. El equilibro está en la mediocridad no en la genialidad. Esta nos hace evolucionar como especie, nos hace disfrutar de obras bellas, nos explica cosas imposibles de explicar, pero es la mediocridad la que mantiene el nivel, como ese nivelador del albañil que con su gota de mercurio marca donde está el punto correcto, ni más escorado a la izquierda ni más escorado a la derecha, ni más arriba ni más abajo, el punto exacto equilibrado que evita que toda la obra se desmorone.

El mediocre es quien sabe hacer casi de todo de manera razonable. Es quien sabe montar con precisión un mueble de Ikea, fijar un cuadro a la pared sin destrozarla, incluso aprobar una oposición para una Administración pública o salir elegido alcalde o concejal de su pueblo o diputado o ministro si se dan las circunstancias políticas concretas. Sin embargo, el genio hará del mueble de Ikea un enigma de imposible descifrado, del cuadro a fijar en la pared algo similar a lo que hizo Mr. Bean en su película o de la oposición una amalgama de conceptos útiles para su mente, pero inútiles para un tribunal, y no digamos si consigue acceder a un cargo. Alejado de las cuitas de los hombres como está, en un espacio en el que los hombres muestran sus más bajos instintos y sus cuitas son la razón de ser de sus contiendas, se enfrentará a unos hechos de imposible resolución para él.

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Sin embargo, la mediocridad siempre se ha entendido como un sinónimo no escrito de fracaso. Es así como nos lo ha transmitido la historia y la costumbre. Para todo el mundo un mediocre es similar a un fracasado, aunque el concepto triunfador no haya sido jamás sinónimo de genial.

Y, por supuesto, un elemento fundamental distingue a ambos: el genio no sabe que lo es, mientras que el mediocre conoce perfectamente su naturaleza. Sin duda, fue esa la cruel constatación a la que tuvo acceso Salieri.

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