El cuidado del lenguaje

Las palabras también son transmisoras de los virus que causan el sectarismo y el fanatismo. ¿Puede existir la verdad sin la palabra? Parece imposible y por eso el discurso y la verdad son elementos inextricablemente vinculados

José María Agüera Lorente

Jueves, 15 de diciembre 2022, 00:49

Es el sentido del mundo, de fundamento lingüístico, el que crea nuestra identidad mediante una palabra: 'Yo'. Con ella investimos de realidad a lo que, ... en gran medida, es una efímera ilusión, y reducimos a entidad simple lo que encierra un insondable abismo transido de complejidad. La identidad es una ficción a la que concedemos credibilidad porque damos testimonio de ella a través de la palabra. Tenemos fe en la biografía, porque somos capaces de plasmarla mediante una narración y ésta solo es posible por obra y gracia del verbo («en el principio fue el verbo, y el verbo estaba junto a Dios…», que reza el Evangelio de San Juan; aseveración válida para lo que quiero decir si sustituimos 'Dios' por 'conciencia').

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El lenguaje transfigura la mente porque, en efecto, le da el poder de constituirse en conciencia al dotarla de la capacidad de controlar y transformar las experiencias preverbales. La experiencia se torna verbalizada o simbólica. Así el individuo pasa a ser un organismo verbal, es decir, una persona (repárese en que, etimológicamente, 'persona', del latín, era la máscara del actor de teatro, cuya entidad dependía del texto que declamaba, o sea, de la palabra). Esta esencial condición lingüística del ser humano pudo ser constatada en la historia temprana de la psicología por el mismísimo Sigmund Freud. Cuando empezó a desarrollar su propuesta terapéutica del psicoanálisis con pacientes que padecían de lo que él llamó neurosis, pudo comprobar el enorme poder curativo de la palabra. La famosa paciente de seudónimo Anna O., y que hoy sabemos que se llamaba Bertha Von Pappenheim, denominó a su tratamiento con la expresión «cura del habla». La catarsis, que de eso se trata, fue reconocida por el propio Aristóteles como efecto terapéutico del texto teatralizado.

Desde luego el lenguaje es imprescindible para crear la realidad social; entes como Dios, el dinero, la nación o instituciones como el matrimonio y el Estado no podrían existir sin él. Nos permite, pues, influir en las cosas sin manejarlas físicamente. Así, podemos reordenar verbalmente situaciones que por sí solas no admitirían reordenación; podemos aislar características que no pueden aislarse en realidad; podemos yuxtaponer objetos y acontecimientos muy separados en el espacio y en el tiempo; podemos, si queremos, darle la vuelta al universo simbólicamente. Podemos practicar la ingeniería metafísica de multiplicar y diversificar los entes o hacerlos uno en el todo.

Y todo este poder de las palabras tiene su lado oscuro. Porque ese poder se puede usar para confundir y ocultar o, cuando menos, distorsionar la realidad. Las palabras también son transmisoras de los virus que causan el sectarismo y el fanatismo. ¿Puede existir la verdad sin la palabra? Parece imposible y por eso el discurso y la verdad son elementos inextricablemente vinculados.

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Para bien y para mal la lengua que hablamos es un poderoso factor conformador de nuestra cosmovisión. Con la marea posmoderna la intelectualidad europea (Michel Foucault, Jacques Derrida, Gilles Deleuze y adláteres) pareció olvidar el peligro que podía suponer la ruptura de amarras del discurso respecto de la verdad. Así quedó abierta la caja de Pandora que, en el siglo XXI, esparció los virus de la así llamada posverdad: los bulos ('fake news') y los hechos alternativos ('alternative facts'). El ágora de la democracia es campo abierto para toda esta ponzoña epistémica, cuya toxicidad anula el ejercicio de la racionalidad, instalando a gran parte de la ciudadanía en la desconfianza hacia la ciencia y entregándola en brazos de cualquier secta conspiranoica del estilo de los terraplanistas o 'QAnon'.

La exigencia ética de decir verdad se sustituye por la eficacia a la hora de hacer patente la identidad de la tribu a la que se pertenece; puesto que la verdad no existe los enunciados no tienen que ajustarse a ella. En el contexto actual de las democracias liberales, cuando se trata de enfrentarse en la arena política, ya no importa la verdad, sino el dominio del relato al servicio de la prevalencia ideológica.

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Toda lengua es un ecosistema simbólico, producto como todos los ecosistemas de un desarrollo evolutivo. Su manipulación ideológica –y en muchos casos seguramente bien intencionada– introduce un elemento perturbador de su naturaleza, que es tan social como histórica. Es el caso del así llamado «lenguaje inclusivo», promovido institucionalmente y también en foros ciudadanos de debate en los que se supone que se ejerce la libertad de pensamiento. ¿Puede haberla cuando se impone una determinada forma de hablar? Toda exigencia de uso de una neolengua al estilo orwelliano a la hora de expresar públicamente unas ideas implica de hecho la censura del pensamiento y se atenta, por ende, contra la libertad de conciencia.

De un par de décadas para acá vivimos inmersos en una guerra cultural que se ha ido exacerbando progresivamente. El mito del Internet cosmopolita capaz de realizar la utopía del universalismo humanista y emancipador hace tiempo que saltó por los aires. En su lugar el siglo XXI nos ha traído de la mano de las compañías tecnológicas estadounidenses un puñado de productos confeccionados algorítmicamente que ahora demuestran ser corrosivos para la democracia, obstáculos para un entendimiento común (¿habrá que echarse a temblar por lo que pueda hacer el caprichoso potentado que controla ahora Twitter?).

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En este panorama de creciente polarización política y emotiva necesitamos mantener el lenguaje como un instrumento de comunión, vehículo de la racionalidad universal, el logos que los antiguos filósofos griegos alumbraron y que es raíz primordial de nuestra civilización.

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