Con un poco de suerte espero librarme de la que se avecina. No hablo de la covid ni de sus múltiples y rebeldes cepas, tampoco ... del retraso en las vacunas ni del desbarajuste de los cierres perimetrales. Hablo del susto del viernes, cuando, con el primer café de la mañana, Cristina González, en el suplemento Gourmet de IDEAL, nos recordó que se están preparando cócteles de insectos, carnes artificiales y neuroaromas encapsulados como alimento para el futuro. Tan amargo despertar en esta primavera que nos hace soñar con el cordero pascual fue una puñalada trapera. El cordero y el vino han abastecido durante siglos las mesas de toda la cuenca mediterránea, desde Palestina y el Creciente Fértil hasta los últimos rincones de Al-Ándalus o España, tanto da, para celebrar el renacer de la vida. Reivindicar esta simpar coyunda alimenticia es una obligación y un compromiso, ya que tal simbiosis se da en todas las orillas de nuestro viejo mar. Sus praderas y brañas han alimentado rebaños de ovejas y en sus laderas y ribazos han crecido las cepas plantadas por Noé y Dionisos, para disfrute de romanos, griegos, bizantinos y judíos. También del Islam, aunque sus gentes rechacen acompañar los recentales con el néctar de los dioses.
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Nada queda del niño que en días de mercado acompañaba a mi padre a Roa, llevando bajo el brazo el plato de arcilla zamorana especial para asados. Entrábamos en la carnicería del Burranco, donde sobre una pared alicatada en blanco colgaban los cuartos destazados. La gente iba eligiendo el que más le cuadraba a su gusto y presupuesto, le hacía una señal determinada, pagaba y entregaba el plato. El carnicero se encargaba de llevarlos al horno de la casa de comidas. Era una sala grande con mesas revestidas de manteles rojiblancos, una gran fuente de ensalada en medio y jarras de barro con vino a granel. Se pagaba por el servicio, la ensalada, el pan y el vino. Era una estampa costumbrista que desde los tiempos cervantinos no había sufrido alteración. Las casas de comidas son ahora modernos restaurantes; pero siguen sirviendo aquellas carnes, asadas como siempre con la leña de encinas y carrascas. Hago votos porque en el tiempo que me queda no me obliguen a cambiar ese asado por «proteínas de insectos, muy nutritivas, fáciles de producir y baratas», de las que me hablan.
El viernes iba a ser día del libro y se trocó en viernes de jindama. ¿Cómo entrar con Luis Landero en el Huerto de Emerson o acompañar a Daniel Mendelsohn en su novedosa odisea de viajes circulares hacia la nueva Ítaca, cuando nos acaban de anunciar que en algún lugar del mundo están ya preparando revueltos de moscas y grillos para untar en la rebanada de pan de nuestros nietos? Iba a ser también un viernes para recordar a los castellanos ilusos que hace quinientos años soñaron con que otro mundo era posible, comuneros esclavos de la tradición y de la libertad, cuyas cabezas cortó el verdugo en Villalar. Pero, ¿cómo soñar con una Castilla soberana, cuando nos dicen que están modificando los genes de ese café que acompaña la lectura del diario o que ayuda a sortear el aburrimiento de la tarde nublada? El viernes iba de libros, guerreros y dragones, porque también se merecía su atención el San Jorge de la Leyenda Dorada, que venció al dragón de Beirut o la Gorgona. Pero todo perdió interés, ante la horrible imagen de un filete de lechuga con paté de saltamontes o de orugas.
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