A ciencia cierta

Tribuna ·

Será la ciencia más humanitaria quien nos devuelva el mando de nuestras vidas, no la crispada política y sus vendedores de crecepelo

Federico García Fernández

Granada

Domingo, 23 de mayo 2021, 01:30

Mientras en los días más siniestros de la pandemia, los políticos seguían hostigándose con el recuento interesado de los muertos y su grado de culpabilidad ... en aquel luto incesante, otros seguían aplicándose a la tarea perentoria de salvar vidas. Uno de esos colectivos, venía haciéndolo desde el anonimato de los laboratorios con una diligencia más necesaria que nunca. Su estudio paciente de los misterios de la naturaleza, indagando en el mundo microscópico de las células, es lo que ha permitido disponer hoy de vacunas y de esperanza de salvación a una humanidad postrada.

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No hay programa político ni discurso oficial que no resalten el valor inestimable de la ciencia, de la necesidad de invertir y fomentar la investigación, o de la firme voluntad que tienen de apoyar nuevas vías de conocimiento y de progreso. Enorme preocupación que se desvanece al bajar de sus tribunas.

Tiene la palabra futuro una resonancia seductora para la ensoñación de los políticos visionarios, aunque el suyo propio sea un horizonte tan cercano que puede otearse desde lo alto de una azotea. Ese futuro que invocan, escrito con mayúscula, Agenda, Plan, acompañado de guarismos redondos, 2030, 2050, acaba siendo, en un futuro con minúscula, poco más que «tres anuncios en las afueras», y la obligada retahíla de secretarías, subsecretarías, direcciones generales y gabinetes con profusión de fondos y personal «cualificado».

Más allá de doctrinas políticas, la ciencia moldea nuestras vidas, las sostiene y las impulsa. No hay ámbito de la sociedad que no sea deudor de los logros y el trabajo de quienes se dedican a desvelar sus leyes secretas, a procurarnos recursos y remedios que nos engrandecen y hacen del mundo un lugar menos hostil.

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Cuando días atrás me citaron para la vacuna contra la covid-19, me acordé de los hombres y mujeres de ciencia que, a lo largo del tiempo, han llevado a cabo esa noble tarea. Me acordé, por su relevancia, de Fleming y su hallazgo accidental de la penicilina, del enorme impacto que tuvo en la humanidad, aunque no se universalizara como medicamento hasta quince años después de ser descubierta. Hoy, por contra, hemos desarrollado y puesto en circulación vacunas eficaces contra un virus desconocido en un tiempo asombrosamente corto.

Nunca se agradecerá lo suficiente el trabajo, casi siempre silenciado, de esas personas vestidas de blanco que observan, con minuciosa tenacidad, lo más pequeño de los seres vivos, lo que no parece existir, hasta que un día se les revela la verdad que andaban buscando, y cuyas aplicaciones prácticas nos llegan después a la sociedad con el deslumbramiento de un milagro.

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Cuando la ciencia responde a un problema, lo hace con una verdad basada en la certeza de los datos, en la experimentación y en la lógica. La política, por el contrario, adultera datos a conveniencia, o divulga conjeturas que nadie se toma la molestia de corroborar.

Por eso, no ha resultado sencillo reconocer a tiempo la gravedad sanitaria que se nos vino encima a comienzos de 2020, con la verdad y la patraña embrollando las discusiones públicas, y con el fiasco todavía reciente de la pandemia de gripe A del 2009, con su gasto de enormes sumas de dinero público y miedos injustificados para la ciudadanía.

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En los primeros pasos de los gobiernos para enfrentar la crisis sanitaria del 2020, hubo incluso algún avanzado país de Europa que directamente eligió no hacer nada, o casi nada, para combatir la propagación del virus, dejando que sus ciudadanos se infectaran de manera natural hasta alcanzar la inmunidad de rebaño. Una estrategia controvertida que no tardarían en abandonar ante la despiadada realidad. La misma que, forzosamente, se adoptó con la mal llamada gripe española de 1918, expandida por todos los continentes con efectos devastadores. Sin vacuna ni otros paliativos, el virus campó a sus anchas. En apenas dos años, la enfermedad se había desvanecido, cuando ya no hubo más huéspedes a los que infectar. Eso sí, el precio pagado por el mundo fue que la muerte se diera un festín de 50 millones de vidas.

Será la ciencia más humanitaria quien nos devuelva el mando de nuestras vidas, no la crispada política y sus vendedores de crecepelo.

Mucho tiempo y muchos muertos después, se ha anunciado la creación de un Comité de Evaluación de la Pandemia, que ponga en claro los fallos en su gestión. Era algo que ya había reclamado un grupo de expertos allá por septiembre del año pasado, solicitando que se iniciara «inmediatamente» y pudiera ofrecer «resultados periódicos hasta el final de la pandemia».

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Es tal la fertilidad de las administraciones públicas para concebir y alumbrar comisiones, observatorios y consejos asesores, que no cabe esperar de éste sino lo acostumbrado: dispendio y conclusiones tardías de escasa relevancia.

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