En los sótanos del poder siempre hay fontaneros. Algunos arreglan fugas. Otros las provocan. Y luego está Leyre Díaz, la mal llamada fontanera –quizá mejor ... sicaria– del PSOE, una figura turbia cuyo nombre emerge con fuerza en el lodazal del caso llamado Cerdán, una de las tramas más oscuras que ha salpicado a la cúpula socialista en las últimas décadas.
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Leyre Díaz, operadora en la sombra del PSOE, encarna la degeneración del poder político: maniobra sin control democrático, promueve purgas internas, manipula estructuras y se vincula a lobbies ideológicos hostiles al pensamiento cristiano. Es el rostro oculto de una política tóxica, opaca y corrosiva para la democracia, potenciada cuando la cruzada laicista de Zapatero.
Aunque su nombre nunca ha ocupado portadas, su influencia tras bambalinas era desconocida para el común, pero se ha revelado como terrible y temible por su falta de escrúpulos. Una operadora o manijera política de manual en mucho, pero con un perfil tan maquiavélico que haría palidecer al mismísimo Frank Underwood, el protagonista de la serie 'House of Cards'. Parece que en el PSOE de hoy —una maquinaria política obsesionada con el control total del relato—, Leyre Díaz ha sido mucho más que una asesora o una estratega: ha sido una ingeniera de la manipulación, una ejecutora del silenciamiento, una sembradora del conflicto ideológico y del gansterismo.
El caso Cerdán, en el que se investigan presuntos delitos de financiación irregular, manipulación de cargos orgánicos y uso de estructuras para fines partidistas al margen del control institucional, ha destapado algo más que una red clientelar. Ha sacado a la luz el verdadero rostro de esa fontanería política que trabaja a espaldas del escrutinio público, operando con impunidad mientras intoxica los pilares del sistema democrático. Algo que por el perfil del personaje es grotesco, pero no por ello da risa. Un agente político que no ha dudado en rodearse de otros de mayor nivel a los que conozco bien por razones profesionales y que ha tornado el ambiente general en algo tan sórdido como peligroso.
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Y en el centro de ese todo este sistema está ella. Díaz no solo aparece vinculada a los movimientos tácticos de Santos Cerdán, sino que habría sido una pieza clave en la ejecución de estrategias de purga interna, represalias encubiertas y control comunicativo. Una comisaria política sin uniforme, pero con bisturí en la mano, lanzada como un alfiz para destruir al adversario con el aval del decisionismo del «número uno», con cuyo apoyo, siempre según ella, contaba.
Pero lo que verdaderamente estremece —y que comienza a confirmarse por filtraciones inquietantes— es su vinculación con diferentes grupos de presión política o criminal. Uno de ellos, ahora se ha sabido, un lobby abiertamente anticatólico, con especial inquina contra la figura del Papa Benedicto XVI, a quien habría combatido a través de campañas de desprestigio disfrazadas de progresismo laicista, según se ha conocido ahora.
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No hablamos de un laicismo sano, ni de un debate sereno sobre el papel de la religión en la esfera pública, sino de una cruzada anticatólica desde las sombras; de una agresión ideológica sistemática, orquestada desde ámbitos de poder oculto, con el objetivo de deslegitimar a quien representaba —con toda su profundidad intelectual y moral— una defensa del humanismo cristiano frente al relativismo rampante. Las campañas contra Benedicto XVI no fueron fruto de una espontaneidad mediática, sino, en parte, un constructo dirigido desde terminales ideológicas que Leyre Díaz habría contribuido a organizar.
¿Quién dio luz verde a ese delirio persecutorio? ¿Con qué financiación? ¿Con qué conexiones internacionales? Las preguntas se acumulan, y el PSOE actual, que en nada tiene que ver con lo que fue, guarda silencio. Pero las pistas apuntan a una figura siniestra y eficaz, que ha sabido mantener su perfil bajo mientras engrasaba la maquinaria de la guerra cultural más salvaje.
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El problema no es solo Leyre Díaz. El problema es que su forma de actuar no es un accidente, sino el síntoma de un partido que ha entregado su alma a la lógica del sectarismo, del clientelismo y de la obsesión por el control narrativo a cualquier precio, como viene a señala Antonio Elorza. La política que representa Díaz no busca acuerdos ni consensos, sino derrotar al adversario, aplastar al disidente y borrar cualquier atisbo de pluralidad interna o externa.
Y el precio lo paga España: una democracia erosionada por fontaneros sin escrúpulos, que instalan bombas de relojería ideológica mientras fingen arreglar las cañerías de la convivencia.
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