Los incendios y el Estado de las Autonomías

César Girón

Lunes, 18 de agosto 2025, 21:58

Casi cinco décadas después de la implantación del Estado de las Autonomías, la experiencia acumulada debería permitirnos evaluar con serenidad –pero también con honestidad– los ... frutos de este modelo territorial, en mucho, quebrado. Nació con la Constitución de 1978, en un contexto de transición política, bajo el peso de un nuevo orden que muchos interpretaron como inevitable y que fue condicionado, desde el primer momento, por una obsesión que tenía mucho de ficticia y de romántica en términos liberales y marxistas ―los extremos siempre se tocan―: desactivar el independentismo catalán y vasco mediante el reconocimiento de amplias competencias y un alto grado de autogobierno.

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Ese diseño, que en su día se presentó como fórmula de integración, ha derivado en un sistema crecientemente ineficaz, costoso y descohesionador. La paradoja es evidente: lo que se concibió para frenar las pulsiones separatistas no ha hecho sino alimentarlas. Hoy, Cataluña y el País Vasco presentan un independentismo no tan fuerte como revelan las estadísticas, pero sí más organizado y con mayor capacidad de presión política que en 1978.

Mientras tanto, el resto de comunidades autónomas –nacidas en gran medida por un efecto del equivocado «café para todos» que poco tenía que ver con sus reivindicaciones históricas– se han visto arrastradas a una dinámica de competencias, estructuras y burocracias que han multiplicado la fragmentación administrativa. La duplicidad –y en ocasiones, triplicidad e incluso más– de organismos es una constante: consejerías, diputaciones, cabildos, consejos comarcales… una maraña institucional que diluye la responsabilidad y encarece la gestión, que se convierte en anquilosada, ineficiente e insoportable se mire como se mire.

Un ejemplo claro, sin entrar en otros ámbitos igualmente preocupantes, la tenemos ahora materialmente ante nosotros, en la respuesta ante emergencias como los incendios forestales ―ya la vimos antes en otras muchas ocasiones, acaso la más lamentable, con la dana del pasado octubre en Valencia―. La distribución competencial en materia de prevención, extinción y coordinación revela un sistema en el que cada nivel de la administración –central, autonómico, provincial o local– actúa como si fuera un compartimento estanco que trata de autoorganizarse como puede, más tratando de mantener una autonomía que confunde con una especie de soberanía, que por responder a una eficaz prestación del servicio público, que se agrava con el lamentable espectáculo que están dando ante la catástrofe, ministros, presidentes autonómicos y dirigentes políticos. La coordinación interterritorial es escasa, la preparación de los políticos es insuficiente y el compromiso político fluctuante, condicionado por intereses partidistas. En consecuencia, la eficacia real se ve gravemente mermada.

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La figura de los entes territoriales intermedios ―que es lo que realmente son y deberían ser las autonomías y no una especie de magma difuso de pseudoestados pendientes de confederarse―, que en teoría deberían servir de puente entre la administración central y la local, apenas han demostrado capacidad de respuesta o planificación válida. A menudo, su papel se reduce a reproducir estructuras y procedimientos ya existentes en otras instancias, sin aportar valor añadido, sólo hordas de empleados públicos generados para cobrar que tratan de justificar lo que a duras penas saben hacer. Y no lo digo por los efectivos de los servicios de extinción como los miembros del Infoca, UME y otros entes homónimos o por los voluntarios y servidores públicos ―como lo fueron también los jóvenes del barro en Valencia, que son la primera línea de defensa ante las catástrofes, y sí por la ingente cohorte de inoperantes políticos de todos los niveles, entre los que pocos se salvan de la crítica.

Casi medio siglo después, es legítimo preguntarse si el Estado de las Autonomías no ha terminado siendo un agravante del problema que pretendía resolver. Lejos de fortalecer la unidad nacional en la diversidad, ha multiplicado tensiones, disparidades y descoordinación. La política territorial española parece hoy atrapada en una paradoja: cuanto más se ha descentralizado el poder para aplacar las ansias de separación, más profundas se han vuelto las grietas. Antonomasia ahora la gestión de los incendios forestales o la dana.

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Quizá haya llegado el momento de abordar sin prejuicios ni dogmas un debate de fondo: si este modelo, tal y como fue concebido y desarrollado, sigue siendo viable, o si es hora de replantear por completo la arquitectura territorial del Estado antes de que la inercia nos lleve a un punto de no retorno, en el que lamentablemente entre tuits, chascarrillos y declaraciones de los zafios de turno, tal vez ya estemos.

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