La cuarta pared

Burgos. La ciudad que no vi venir

Javier Peña Alcalde

Arquitecto

Viernes, 28 de noviembre 2025, 23:11

Hay viajes que empiezan antes de hacer la maleta. Uno desembarca en la ciudad con una imagen preconcebida a base de prejuicios fáciles y geografía ... difusa. Y en mi cabeza, lo confieso, Burgos era una especie de Albacete con gárgolas… enorme catedral, frío respetable y poco más en el mapa emocional. Pero la realidad es especialista en ridiculizar a los arquitectos confiados.

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Mi visita tenía un propósito que tampoco daba pie al entusiasmo: un congreso sobre la justicia del siglo XXI. Medios alternativos de resolución de conflictos (si, con sus siglas y su solemnidad), ejecuciones polémicas de sentencias no menos polémicas, planes generales anulados y la siempre delicada cuestión de las demoliciones urbanas. Nada que prometiera poesía, pero si mucha IA jurisprudencial. Aunque siendo justos, si hay una ciudad donde hablar de justicia histórica, es en aquella que guarda las reliquias del Cid. Ya sabéis, ese caballero que no necesitaba jueces porque con Charlton Heston al mando, el veredicto estaba cantado.

Al llegar, me alojé en uno de los grandes hoteles de la villa. Un antiguo monasterio del siglo XV rehabilitado con gusto, con un claustro inesperado y una medianera que se apoya en una iglesia tan espectacular que resulta me difícil conciliar el sueño sin sentir que un arcángel está juzgando el diseño de la planta de mi suite. Eso sí: despierto, abro la ventana y no hay render que compita con esas vistas.

Pero fue caminando cuando Burgos empezó a desmontar mis malas suposiciones. La Catedral, esa que creía el único argumento de venta de la ciudad, resultó ser solo el aperitivo. Una obra que parece diseñada por artesanos con delirio de grandeza y un arquitecto jefe que dijo, «¿Y si lo subimos un poco más?». Gótica como ella sola, pero rodeada de vida. Plazas que respiran, calles que se suceden una tras otra sin pretensión y espacios donde la historia no aplasta; acompaña.

Y entonces, la sorpresa continúa subiendo hacia el Museo de la Evolución Humana. Una pieza de arquitectura contemporánea que podría haber aterrizado en cualquier capital europea, pero que aquí hace ciudad. Dentro, nuestros antepasados; fuera, un urbanismo que demuestra que Burgos no se quedó en el medievo aunque el Cid siga vigilando desde todas las tiendas de souvenirs.

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La ribera del Arlanzón fue mi mayor reconciliación con la idea del río como elemento urbano funcional. Vivo en Almería, donde el río es más bien una metáfora, una idea platónica. Aquí el agua corre, la gente pasea y los árboles cumplen la promesa de la sombra. Todo muy siglo XXI, sin necesidad de una «smart city» que te recuerde por altavoz que debes hidratarte.

Mientras tanto, en el congreso se hablaba de mediación, conflictos, Inteligencia Artificial y sostenibilidad jurídica en urbanismo. Y la ironía máxima fue darme cuenta de que fuera del auditorio, Burgos estaba resolviendo su propio conflicto entre patrimonio y contemporaneidad con bastante más elegancia que muchas sentencias firmes.

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Incluso el clima ayuda al relato: el frío burgalés no es molestia; es carácter. Te obliga a entrar a los bares, donde el calor humano es tan parte del patrimonio como su morcilla. Sin entrar en detalles gastronómicos, diré que ciertos pinchos son motivo suficiente para solicitar la ejecución inmediata de una repetición.

Quizá lo más admirable de Burgos sea su falta de presunción. No hay alardes. No hay delirios de grandeza contemporáneos. La ciudad se sabe valiosa sin ponerse filtros. El pasado no es mercancía, es vecindario. Y el presente no es ensayo, es habitabilidad.

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Yo creí que venía a tachar una catedral de mi lista de monumentos… que equivocado estaba. Descubrí una ciudad que se vive, que se camina, que se respira.

Una ciudad donde la historia no es un museo, sino un acuerdo tácito con el tiempo.

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