Los bosques de los Justos

¿Por qué no sembrar árboles con nombres y apellidos, a modo de homenaje vivo de savia de saberes y memorias, que provoquen entusiasmos por aprender de lo más bello de nuestra Tierra?

josé garcía román

Viernes, 22 de enero 2021, 21:55

Dijo Charles Dickens que «hay grandes hombres que hacen a todos los demás sentirse pequeños. Pero la verdadera grandeza consiste en hacer que todos se ... sientan grandes». Los árboles son un ejemplo incontestable al ofrecernos sus hombros para brindarnos altura de miras y mostrarnos la diferencia entre la estatura y la excelsitud que sobrevuela cielos reservados para quienes se han desprendido de rocallas y gravas, quedándose con el mínimo de cantidad de materia, la imprescindible para ir ligeros por el aire, sin bisuterías emulando joyas de guijarros. Un espacio ético donde no pueden acceder los que denigran a la especie humana, y sí quienes son paradigmas irreprochables en sus acciones y situaciones. Son los que, junto a los árboles –acostumbrados a ingratitudes en los inviernos y olvidos en los estíos, oxigenan discretamente el bosque de nuestras vidas, y tras su marcha perduran como fragancia en brazos del tiempo. Un lugar luminoso donde se contempla la imagen del mejor mundo viviente. ¡Cuántas sonrisas se ha quedado plasmadas en árboles de carne al desaparecer personas íntegras, cabales, representadas por su actitud intachable, sin agencias de publicidad! ¿Por qué no elevarlas a 'altares' de leño, atento a la voz necesitada de consejo, sin ilusiones de glorias futuras? La memoria es fugaz, porque no es posible mantener excesiva información, y por tanto subsiste la inmediata, la que nos urge, quedando relegada la que no nos interesa.

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Existe el reconocimiento israelí de 'Persona Justa': un honor inquietante por lo que significa. Sin embargo hay personas justas que por su humilde heroicidad son esenciales en nuestras vidas. Por ejemplo, gestos como el de Jereth, que cede su pieza dental de oro con la finalidad de fundirla y hacer un anillo de gratitud a Schindler por haberle salvado de Auschwitz. Este contradictorio personaje, que recibió la Cruz del Mérito en un acto presidido por Konrad Adenauer, la Orden papal de San Silvestre por el arzobispo de Limburgo, al ser declarado 'Persona Justa', en su honor fue plantado un árbol en la avenida de los Justos, de Tel Aviv.

No obstante el árbol también posee un gran simbolismo y cercanía. Cuenta la condesa Therese Brunswick –siendo colegiala recibió clases de piano con Beethoven– que en la visita del admirado músico a la mansión de Martonwásár fue admitido en el círculo selecto de la 'república social'. «Había altos tilos plantados en un espacio circular al aire libre; cada tilo llevaba el nombre de un miembro de la sociedad. En ausencia de alguno, conversábamos con ellos. Con frecuencia, tras darle los buenos días al árbol, le preguntaba esto o aquello, ¡y siempre me respondía!», comenta la condesa. Viene a mi memoria la sensibilidad del naturalista Guillaume de Frocsite al sazonar el tilo de su jardín «con emociones y reflexiones».

Pero volvamos a nuestros 'héroes'. Jaume Felipe, en un análisis de la película 'La lista de Schindler', de Spielberg, dirá: «Cuidado con los héroes que encumbramos». El pasado lo podemos controlar, lamentar, enaltecer, aunque siempre habrá un profundo pozo que jamás conocerá la luz; el futuro, por muchas certezas de heroísmo acumulado, puede dar sorpresas. Por eso no hay reloj ni calendario para honores y reconocimientos en vida, muchos de ellos alimentados con energía exterior, no con la fuerza interior que no sueña con las glorias y mucho menos con la gloria.

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¿No nos vendría bien ser un poco más vegetales, del reino que regala belleza y oxígeno, al mismo tiempo que recordamos como dice Madariaga que «el reino animal no logra su única especie vertical hasta que cesa de ser meramente animal y se abre a lo humano»?

Sí, convendría 'enarbolarnos', aspirar a ser árboles erguidos sin camuflajes, consiguiendo que la 'dignidad' se hiciese realidad; libres a pesar de la tempestad, la nieve, el granizo, el vendaval, las escarchas, el fuego, el calor sofocante; erguidos día y noche, expuestos a la intemperie, sin refugio, con raíces aferradas a la tierra, estrechadas contra su pecho por ésta. Ciertamente, todos pensamos y sentimos, pero ¿qué pensamos y sentimos? El árbol muere de pie salvo que una traidora hacha lo impida. El árbol no se cansa, nosotros buscamos el asiento, el diván, pues somos conscientes de que permanecer erguidos exige profundas y robustas raíces propias de árboles de 'altura', no altivos, con la mirada puesta en «la talla del anhelo vertical».

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En cada aldea, pueblo o ciudad hay familias de árboles invisibles que cuidan nuestro oxígeno y alivian nuestras fatigas, y que en su día practicaron el consejo de Epicteto: «Engrandecerás a tu pueblo, no elevando los tejados de sus viviendas, sino las almas de sus habitantes». ¿Por qué no sembrar árboles con nombres y apellidos, a modo de homenaje vivo de savia de saberes y memorias, que provoquen entusiasmos por aprender de lo más bello de nuestra Tierra? Costaría tan poco… Sería tan gratificante… Disfrutaríamos de un edén de árboles humanos dispuestos a unir con sus brazos la Tierra y el Cielo.

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