El asalto al Capitolio o la democracia adulterada
En el origen palpita la percepción muy extendida de que la democracia es un ideal adulterado en la práctica, e ineficaz a la hora de crear y mantener las condiciones para hacer posible que las gentes prosperen en sus vidas de forma justa
El otrora referente moral que fue los Estados Unidos de Norteamérica, sobre todo a partir de sus intervenciones en la Primera y Segunda Guerra Mundial ... y la posterior reconstrucción de Europa, ha sido protagonista de acontecimientos recientes en el tiempo, como los atentados sufridos en 2001, la gran crisis financiera de 2008, la victoria electoral de Donald Trump en 2016, que dan muestra de una cierta merma de su liderazgo mundial. El asalto al Capitolio del pasado 6 de enero es otro baldón más.
Publicidad
La legitimidad gubernativa de Trump se ha fundamentado en la verdad de la tribu. Ésta no nace de la crítica racional y del diálogo intersubjetivo, sino de la credulidad –sustentada en el mecanismo psíquico del autoengaño– que se otorga voluntariamente a quienes comparten los mismos prejuicios de grupo que definen su identidad. He aquí un elemento decisivo para dar cuenta de la polarización que ha contribuido y a la vez se ha retroalimentado del populismo del magnate norteamericano, pues la renuncia a la verdad conlleva el desprecio al acuerdo. Su expresión más desaforada es el ataque a todo lo que forme parte del universo de lo políticamente correcto. De hecho, este es uno de sus criterios de verdad: si choca contra lo políticamente correcto es que es verdad; porque lo políticamente correcto es la verdad del establishment (que incluye la verdad de la ciencia; por eso los seguidores de Trump son anti-maskers, contrarios a las mascarillas). Combatirla es una empresa de todo punto moral que justifica el discurso de los hechos alternativos (y de las conspiraciones delirantes). Aquí encaja el relato deslegitimador contra el nuevo Gobierno basado en un fraude electoral inexistente pero que ofrece la justificación moral que el fanático hace suya para romper con la alternancia en el poder a la que obliga el canon democrático.
La frustración y el resentimiento son dos emociones que seguramente motivaron a una parte significativa de quienes se manifestaron en contra de la proclamación de Joe Biden como presidente electo. El sueño americano que prometía, independientemente de las circunstancias de cada cual, la oportunidad de prosperar, de subir en la escala social (el welfare marcado como objetivo por la Constitución) se ha esfumado para millones. Lo que ha ocurrido desde la década de los ochenta del siglo pasado ha supuesto un importante empobrecimiento de la vida cívica paralelo a una creciente agudización de las desigualdades, lo que sin duda ha servido de catalizador para una progresiva polarización política. Demasiadas personas viven preocupadas por el estancamiento de los salarios, las deslocalizaciones, la desigualdad y por que los inmigrantes y los robots les quiten sus puestos de trabajo. Y sus políticos les exigen que estudien, que se formen para competir en el mercado laboral global, porque lo que cobrarán dependerá de lo que aprendan, aunque nadie les garantiza el acceso a esa educación superior si no parten ya de un cierto estatus económico y social («es lo que hay»). Así, sienten que la élite política credencialista (es decir, la que mide el mérito en forma de títulos académicos) les mira por encima del hombro despreciándoles porque son incapaces de «ser mejores», haciéndoles sentir que no sirven, que son estúpidos, lo que sería para aquélla la explicación (simple) de que voten a un tipo como Trump.
Como ya se atisba, los conflictos políticos tenderán casi inevitablemente a centrarse en cuestiones relacionadas con las identidades y las fronteras entre comunidades (recuérdese la promesa electoral estrella del ya presidente saliente, el proverbial muro con México). Pero el origen de los mismos es de índole económica; reside en las desigualdades económicas, que no se corregirán sin más dado el funcionamiento sistémico del capitalismo meritocrático liberal. Es la política la que tendría que dotarnos de los medios para reducir tales desigualdades. Eso fue posible en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, cuando el éxito económico y social de los países capitalistas fue una realidad sostenida durante tres décadas gracias en gran medida a políticas ambiciosas de reducción de las desigualdades, en las que tuvo un papel decisivo la implantación de una progresividad fiscal muy elevada. Ese éxito era también el de las generaciones de padres que constataban que sus hijos vivían mejor que ellos como norma, cosa que hoy no ocurre. Era otra muy distinta la atmósfera ideológica, antes de la revolución neoliberal de los ochenta protagonizada por Ronald Reagan y Margaret Thatcher bajo la inspiración de los Chicago Boys. En la actualidad, el recuerdo del fracaso del comunismo es un recurso reiterativo usado como argumento para declarar de antemano el desastre que acarrearía cualquier proyecto redistributivo ambicioso, amén de ser considerado una senda que necesariamente conduce al totalitarismo de corte soviético (de esto tenemos sobradas muestras en España desde la constitución del Gobierno de coalición).
Publicidad
En el origen del asalto al Capitolio palpita la percepción muy extendida de que la democracia es un ideal adulterado en la práctica, e ineficaz a la hora de crear y mantener las condiciones necesarias para hacer posible que las gentes prosperen en sus vidas de forma justa. Esos objetivos éticos plasmados en la Constitución norteamericana (en la española también y en tantas otras) son hoy por hoy un sueño inalcanzable para amplios sectores de la población. Una percepción que la acción política debería desactivar cuanto antes si no queremos más asaltos al Capitolio o de sus instituciones equivalentes en los distintos países democráticos. Hay precedentes en la historia, y acaban mal.
Suscríbete durante los 3 primeros meses por 1 €
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión