El caso, el de Leire Díez, quizá piense alguien que podría ser materia de investigación para Sherlock Holmes o Hercules Poirot. Pero oyendo hablar a ... su máxima protagonista y a algunos de los involucrados parece más propio de acabar en manos de Torrente. Chaqueta sudada, pocos escrúpulos e inmunidad a la pestilencia de las alcantarillas. Porque, por mucho que se nos muestre aseada y emperifollada para sus larguísimos posados en ruedas de prensa, Leire Díez, da muestras de estar habituada a transitar por lo más oscuro del alcantarillado. Ni fontanera ni cobarde, decía la señora con un resabio muy estudiado. Muy estudiado y al mismo tiempo muy bufo. Tanto que era muy fácil imaginarla ensayando ante el espejo familiar. El de su casa o el de los aseos de Ferraz.
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Lo más elevado en materia política que ha aportado esta señora es la emulación de aquella frase de Winston Churchill: un acertijo envuelto en un misterio dentro de un enigma. Aunque si bien Churchill lo aplicaba a la política de la Unión Soviética, en Leire Díez hay que unirlo a su propia persona. La periodista que ni publica ni escribe, la investigadora de basuras que se dedica a acarrear inmundicias de un lado a otro como si fuese la empleada de una especie de vertedero moral. Fiscales, políticos, empresarios, grabaciones clandestinas, ofertas trapaceras. Todo lo llevaba la buena señora en su bolsa recordando a la madre de aquel anarquista de la Barcelona turbulenta que cada mañana salía a la calle llevando en su capacho una bomba para que luego su hijo cobrase de la policía por revelar el lugar donde su madre había colocado el artefacto explosivo. Joan Rull se llamaba el anarquista y falso confidente que acabaría ejecutado por garrote vil. La madre, la del capacho, fue indultada.
Por fortuna, se erradicó no solo la barbarie del garrote sino la propia aberración de la pena de muerte. Lo que se mantiene es la marrullería, el juego sucio, lo que conocemos como la fontanería, el desagüe político que arrastra las aguas oscuras de los partidos. Los afanes de la señora Díez, que no será cobarde pero sí fontanera en la terminología que todos conocemos, no contemplaban colocar bombas ni causar estragos físicos, pero sí amaños y estropicios de muy dudosa ética. Y lo peor no es que una militante emprenda por su cuenta una estrategia de este tipo, sino que haya sido amparada por un partido político. Porque nadie puede creer que un militante de base en serios apuros y con la sospecha pisándole los talones sea recibida por la segunda máxima autoridad del partido, Santos Cerdán, para entregar su baja en la organización y manchar de cieno la sede.
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