Francisco Franco. EP

Cincuenta años y un día

Ese tipo con apariencia de funcionario del Catastro te podía llevar al paredón o a que te ajustaran al cuello el garrote vil

Viernes, 21 de noviembre 2025, 00:22

A raíz del medio siglo sin Franco, afirman algunas encuestas que los jóvenes serían más proclives a aceptar una dictadura que aquellos que la vivieron, ... aunque fuese de refilón. Una gota de ricino bastó para aborrecer ese régimen. El futuro incierto, la escasez de perspectivas y la falta de vivienda junto a un ambiente político polarizado, con la corrupción como eje y con una actividad política e ideológica de vuelo rasante pueden hacer pensar a los jóvenes que tal vez las formas de un tiempo pasado fueron mejores, o que al menos podrían readaptarse a un futuro mejor. Solo el desconocimiento puede acercarlos a esa tentación.

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Porque, más allá de lo estrictamente político y de la forma de gobierno, una dictadura como la de Franco -y como la de cualquier otro déspota- llevaba consigo un elemento corrosivo que se introducía en la vida íntima de los ciudadanos y trastocaba y manipulaba lo cotidiano. Su atmósfera se colaba hasta los territorios más íntimos de cada cual. Todo pobre moralmente, todo gris. El miedo, el pecado, lo prohibido asomando por cada esquina. El poder político soldado de mala manera al religioso y decretando quién era un buen español y quién era una oveja descarriada.

Y la cosa no quedaba solo en palabras. A las ovejas descarriadas, al comienzo de la dictadura, se las llevaba al matadero. Después, a la cárcel. Aunque si los tiempos venían torcidos y al viejo dictador le parecía oportuno, volvían a abrirse las puertas del matadero, ocurrió en 1975, cuando él mismo tenía un pie en la tumba.

Aquel que velaba por todos nosotros podía tener mano dura incluso cuando había pasado de padre protector a abuelito parkinsoniano. Por nuestro bien. Siempre por nuestro bien, ese tipo siniestro, con apariencia de mediocre funcionario del Catastro primero y luego de anciano chapucero, te podía llevar al paredón o a que te ajustaran al cuello el garrote vil. Y, como un mago amargo, podía convertir los días en una sucesión de frustraciones. Con libros prohibidos, el sexo convertido en una actividad clandestina o puramente procreadora, por el bien de la patria.

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Así que su muerte, para un joven de entonces, supuso algo parecido a un lento descorrer de la cortina que daba acceso al mundo, a un futuro incierto pero con un atisbo de esperanza al fondo. Y cuando en el blanco y negro del televisor asistimos a los pucheros de Arias Navarro, alias el Carnicerito de Málaga, intuimos que comenzaba a desmontarse la gran mentira, el engaño de casi cuarenta años a lo largo de los cuales habían disfrazado la crueldad y la miseria moral con los oropeles falsos de un imperio de cartón piedra.

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