Resulta paradójico que en el mapa político sea un socialista catalán quien enarbole, oportuna o inoportunamente, la bandera del humanismo cristiano.
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Quizá porque mi debut parlamentario fue con la escarapela democristiana del PDP, me llamó siempre la atención la referencia política al humanismo cristiano, que –por entonces– era patrimonio de AP, a la que nunca pertenecí, aunque si compartí mis ajetreadas primeras elecciones.
Cuando la generosidad de Fraga permitió el nacimiento del hoy PP, yo no había aún superado mi profunda curiosidad por conocer, de primera mano, que podía significar aquel rótulo. Por fin, mi trato con los depositarios de la patente permitió que uno de ellos me desvelara un día loa arcana imperii. El asunto consistía en que no éramos marxistas.
Quedé un tanto perplejo, porque nunca había imaginado que Dios se hubiera hecho hombre para no ser marxista. Al ver ahora repetido el slogan, pensé frívolamente que Illa echaba su red barredera hacia los restos de Unió Democrática de Cataluña, dado su pedigrí. Como ya que son varios –y por mí respetados– los que se lo han tomado en serio, me animo a unirme a la causa.
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Para mí –en política– el cristianismo es, ante todo, el inventor de la laicidad; o sea, de la autonomía de lo temporal: dar al césar lo indicado en la moneda. Esto implica que hay un humano mínimo ético natural que toda confesión religiosa ha de respetar, se interese o no por la política. Ese mínimo es el que las constituciones de los países democráticos se esfuerzan en plasmar.
La nuestra –ya en su artículo 1.1– incluye, entre los «valores superiores de su ordenamiento jurídico», la igualdad. Como nunca faltará alguno al que le interese no darse por enterado, reitera en el artículo 149, como primera competencia exclusiva del Estado: «La regulación de las condiciones básicas que garanticen la igualdad de todos los españoles en el ejercicio de los derechos y en el cumplimiento de los deberes constitucionales». Algo difícilmente compatible con jardín en el que el señor Illa, con tal de disfrutar del poder, se está internando.
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El nacionalismo en el que Illa ahora se despacha –de modo exclusivo– por vía oral, es por definición excluyente. A los nacionalistas les encanta, coquetamente, sentirse odiados; lo cual, en el caso español, no tiene mayor fundamento. Yo, siendo andaluz, estudié algún curso de mi carrera en Barcelona y, aunque no llegué a hablar catalán en la intimidad, sí que canté profusamente en catalán, de la mano del Serrat de veinte años y sus palabras de amor y de Raimon, que había dejado a su madre en el carrer blanch, para animarnos a decir no a según qué cosas, porque no éramos de ese mundo.
Por lo visto esto molesta mucho a los nacionalistas que no saben qué relato inventar, con el dinero de todos, para que lleguemos a ignorarlos. Una universidad andaluza ha ofrecido –convencida de que es riqueza propia– estudiar, en lenguas modernas, catalán y no ha encontrado con facilidad matriculados. Habrá pues que darles la enhorabuena. Más difícil va a resultarles conseguir que la multitud de andaluces que se alegran de las victorias del Barça acaben prefiriendo celebrar las del Madrid, pero seguro que están ello.
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Me parece muy bien que el señor Illa vaya de romería a Monserrat, si le resulta políticamente rentable. En Andalucía, sobre religiosidad popular. organizamos hasta congresos, porque se nos hace larga la espera. Si de lo que se grata, sin embargo, es de utilizar el dinero de todos los españoles para desacreditar a España en el extranjero, le agradecería -como humilde cristiano andaluz- que se quede, si le dejan, con el santo y la limosna, pero no en mi nombre.
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