La realidad catalana nos evoca a veces el túnel vasco, salvando las distancias, cuando la violencia callejera campaba a sus anchas en Euskadi y la ... dinámica de bloques dividía al país entre los nacionalistas y los constitucionalistas, como si fuera una sociedad con solo dos caras y no hubiera mil matices en medio de la brutal limpieza ideológica que ETA pretendía para eliminar el pluralismo. No hay terrorismo, y esa distinción es esencial hacerla de entrada. Pero Cataluña ofrece esa visión bifocal, con una dialéctica cargada de prejuicios, heridas a flor de piel, y con un vandalismo urbano desbocado, en este caso bajo la batuta de una especie de Internacional antisistema en el sur de Europa que tiene histórica predilección por Barcelona.
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Mientras en Madrid, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, asistía este jueves a la destrucción simbólica de los 'hierros' del horror del terrorismo, mientras se ultima el traspaso de las cárceles al Ejecutivo de Urkullu, mientras los Gobiernos vasco y central acuerdan una hoja de ruta compartida para culminar el Estatuto, en Cataluña, la guerra de trincheras sigue exhibiendo un abismo con un mundo empresarial alarmado por la falta de rumbo y con el modelo policial en el foco de la política. Resulta paradójico porque durante muchos años, el pragmatismo catalán acomplejaba a los nacionalistas vascos y les presentaba como torpes estrategas, un tanto primarios, mientras que los catalanes se presentaban ufanos como los campeones de la versatilidad y del posibilismo. Jordi Pujol solía reprochar en privado al PNV no ser más tajante en desmarcarse de ciertas 'amistades peligrosas', el título de la película de 1988 en la que Glenn Close interpretaba a la perversa marquesa de Merteuil. Fruto, quizá, del despecho –como en aquella ficción– la burguesía clásica de CiU transmutó hacia el independentismo más rupturista, por muchos motivos, y la 'vasquitis' –la mirada de fascinación que ejercía Euskadi para los más radicales en Barcelona– se ha esfumado como las nubes. El vandalismo y el desprecio al papel de las instituciones de autogobierno se ha convertido en una bomba de relojería del futuro Govern independentista ERC-Junts. El apoyo externo de la CUP que hoy se negocia contrarreloj será, sin duda, una hipoteca gigantesca que augura una considerable inestabilidad para los próximos meses. Tiempo al tiempo. O Cataluña consigue romper ese bucle o puede entrar en un retroceso con consecuencias económicas y sociales que sus élites dirigentes nunca pudieron imaginar.
En pocos a años, se ha producido una metamorfosis espectacular. La sociedad cambia y la Cataluña que era el motor económico, industrial y cultural en España se ha instalado en una encrucijada de salida muy lenta, encajonada en un bucle de difícil superación mientras no se produzcan renuncias recíprocas de fondo. No es cuestión de buscar quién tuvo la primera culpa, quién echó la primera piedra para que el terremoto se llevara por delante tantas complicidades y afectos. El listado de reproches podría ser interminable y no se encontraría un diagnóstico común sobre el origen. Como todos los divorcios, depende del color del cristal con que se mire. La verdadera apuesta es saber si es factible encontrar la suficiente generosidad de miras para fabricar, que no encontrar milagrosamente, una salida. Y para construir esa solución viable se necesitan energías, empatías y voluntades que aún son plantas raquíticas en el campo abonado del resentimiento durante tanto tiempo de desencuentro y de no reconocer al 'otro'. La historia de Europa, con sus trágicas cicatrices, es un ejemplo vivo de que solo la perseverancia y la voluntad de evitar nuevas catástrofes han alumbrado un proyecto en el que es posible vivir con dignidad desde la discrepancia. Lo otro, los dogmas de fe y la caza de brujas, corresponde a épocas inquisitoriales afortunadamente pasadas.
Cataluña y Euskadi constituyen en este momento la cara y la cruz. Han intercambiado los roles que comenzaron a tener al comienzo de la Transición. No caben trazar paralelismos absurdos. La realidad del Concierto vasco es poderosa, y quizá en su momento hubiera servido para buscar en Cataluña una solución intermedia que evitara el desastre del procés. El terrorismo también marcó un tremendo coste de inflexión y la sociedad vasca y el conjunto de la española pagaron un precio muy alto. Pero para reconstruir tantos puentes rotos, para acertar con la terapia, primero hay que reconocer el problema y dejar de considerar el pacto político como una alta traición a las esencias patrias. No queda otra.
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