Martes. Escribo este artículo con una sensación de irrealidad. Desde mi ventana veo los árboles azotados por el viento, desdibujados por la calima rojiza que ... lo envuelve todo. Parece que esté en Marte. O en mitad del desierto, sorprendida por una tormenta de arena. A última hora de la tarde de ayer lunes tuve que salir a la calle y masticaba el polvo sahariano en suspensión. Esta mañana, mi hijo ha ido al cole con su FFP2 puesta, y me imagino que al menos hoy habrán cerrado las ventanas de clase, y nada de salir del patio. Es en estos momentos cuando nos damos cuenta de lo que cómo estamos condicionados por el clima. Es en estos momentos, también, cuando me da por pensar en qué será de nosotros cuando los fenómenos extremos se intensifiquen, y sean más frecuentes, debido al cambio climático.
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La calima que nos ha traído el Sahara era ayer protagonista de todas las conversaciones. Muchas personas admirando un paisaje que parecía una fotografía en sepia, algunos entusiasmados por la rareza del fenómeno, otros fastidiados por que la cámara de su móvil no fuera lo suficientemente buena para captar todos los matices del manto ocre que la ciudad se había echado por lo alto. Hoy, además de la calima hace viento, y por debajo de la curiosidad por lo nuevo empieza a asomarse un cierto atisbo de impaciencia. Si esto dura una semana más, me puedo imaginar el hartazgo y la desesperación por que pase cuanto antes y volvamos a nuestro luminoso y cotidiano cielo azul.
En el verano de 2020, el desierto africano mandó la nube de polvo más grande y espesa de la que se tiene constancia hacia América (algunos investigadores la llamaron tormenta de polvo Godzilla, no digo más), y científicos atmosféricos de la Institución de Oceanografía Scripps de la Universidad de California en San Diego la asociaron al calentamiento del Ártico. No tengo ni idea de si esta ola sahariana así de bestia que nos ocupa tiene que ver con el mismo problema. Y, la verdad, me da un poco de miedito pensarlo.
Dicen los meteorólogos que el paisaje cambiará drásticamente cuando las lluvias que trae consigo la borrasca Celia echen por los suelos las partículas que ahora mismo pululan masivamente por el aire. Y entonces lloverá barro rojo, para enorme alegría de quien luego tenga que limpiar patios, ropa o coches. Pero, ¿cómo será Celia? ¿Vendrá más o menos de buen rollo o nos traerá lluvias torrenciales de esas que luego aparecen retratadas en los periódicos como «las más abundantes en 20 años»? ¿O pedruscos de granizo como pelotas de golf, bastante inusuales por estos lares? ¿O tormentas apocalípticas de las que harían convencerse a los galos de que el cielo va a caer sobre sus cabezas? Venga lo que venga, aquí estaremos, y no nos quedará otra que ocupar nuestros asientos de espectadores y aguantar como buenamente podamos.
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Estamos atados a un clima desatado, y no podemos echarle la culpa a nadie más que a nosotros mismos. Los científicos que llevan décadas avisando de que esto ocurriría nos dicen ahora que podríamos mitigar la catástrofe adoptando una serie de medidas de reducción de gases de efecto invernadero. No lo estamos haciendo. Pues nada, compremos palomitas y sentémonos a ver «la tormenta más grande de la historia», «las inundaciones más grandes de la historia», «el vendaval más fuerte de la historia», «la ola de calor más intensa de la historia». Y así hasta el final.
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