Donde agitan las palabras

Vil autocensura

Deberíamos defender más vivamente el derecho a expresar y sostener nuestras ideas

Alfredo Ybarra

Jaén

Martes, 14 de octubre 2025, 23:02

Ya de por sí, fruto de los tantos años de franquismo y del franquismo sociológico (que con su sesgo sigue aun rezumando en muchas partes), ... acentúa que cargamos con un significativo sentido de autocensura, de limitación personal, de renuncia a la libertad personal, de no manifestar nuestra verdadera opinión ante ciertas cosas, por miedo al qué dirán, por miedo a las consecuencias. Por lo demás, la autocensura ha funcionado siempre y en todas partes.

Publicidad

Los poderes, de cualquier índole, han sabido inculcarla y a veces de un modo tan sofisticado como intenso. Hoy se puede distinguir en muchas partes y aspectos. Es el autoritarismo sin rostro. Como botón de muestra paradigmático podemos fijarnos en Trump y su forma de amordazar la libertad de expresión.

Y lo peor de todo esto es que Trump y toda esa caterva de personajes que empuñan este autoritarismo sin rostro se creen en posesión del Sancta Sanctorum de la moral. Patrick Chappatte, caricaturista suizo de renombre internacional y que ha dibujado viñetas de gran repercusión al respecto, de Trump, por ejemplo, y de cómo el poder se apoya más que nunca en la autocensura, sabe de lo que habla, ha señalado que «La censura ya no es necesaria porque la autocensura hace el trabajo sucio».

«No te señales», cuántas veces habremos oído esta expresión. Se nos quedó tan inculcada en el subconsciente que ha marcado nuestra forma de actuar y comportarnos. Esas tres palabras conllevan un mensaje de aceptación de la mediocridad, de la desconfianza personal, de sometimiento a la corrección política, al pensamiento único imperante, y de acomodación a lo establecido en el espacio público como norma doctrinaria.

Publicidad

Pensemos sencillamente como al asistir a algún acto o conferencia no nos atrevemos a ponernos en primera fila. Cuando en un evento se propone una pregunta al público y la primera reacción es hacerse el longuis esperando que sea otro el que pregunte; o cuando en una reunión en la que estamos alguien dice auténticas barbaridades y no las refutamos. También, por ejemplo, cuando recibimos un elogio y tratamos de quitarle importancia por miedo a parecer vanidosos; o cuando en nuestro trabajo, barrio, localidad,… hay despropósitos, cosas mal hechas, y no nos atrevemos a exponerlo. O cuando tenemos una buena idea y no intentamos explicarla por si la critican por diferentes cuestiones.

Pero todos en definitiva, unos más y otros menos, nos dejamos llevar en casi todo, o en mucho, por la masa, sumándonos a una espiral de silencio o de asentimiento. Sólo algunas excepciones van a sacar los pies del plato. Ya dijo Nietzsche: «Nos las arreglamos mejor con nuestra mala conciencia que con nuestra mala reputación». Dicho de otra forma: Nos preocupa mucho más cómo nos ven que cómo somos; de alguna manera podemos acallar la voz de la conciencia, pero la reputación y el estatus están en manos ajenas, y no queremos que nos menosprecien. Y así la libertad de expresión está cada vez más relegada y condenada. El que se atreve a salirse del guion pasa a ser objeto de oprobio.

Publicidad

En este ambiente generalizado de autocensura, nuestro encuentro con nosotros mismos por momentos nos frustra, nuestro estar con los otros, nuestras conversaciones, se vuelven banales, artificiales y falsas. La autocensura ciega nuestro sentido de integridad, de completitud, tanto individual como social. Obedecer al miedo por propia voluntad es una ruin forma de servidumbre.

Deberíamos con una regenerada conciencia defender más vivamente el derecho a expresar y sostener nuestras ideas, a cuestionarnos tanta impostura y tanto encorsetamiento y tantos y tantos prejuicios. A vivir abriendo más puertas a nuestra libertad de pensamiento, a nuestro sentido creativo, que nos hace imaginar el futuro, que nos adentra en el misterio de la existencia, que nos hace sentirnos sin la opresión de un espurio caparazón y nos libera de tanta ponzoña inquisitorial.

Publicidad

Y busquemos la verdad de esa manera absoluta como la buscaba Antonio Machado: «¿Tu verdad? No, la Verdad, / y ven conmigo a buscarla. / La tuya, guárdatela». Aprendamos a rechazar la falaz autocensura conquistando el derecho fundamental de asumir nuestra responsabilidad más absoluta, sabiendo aceptar las consecuencias, y siendo felices por «señalarnos».

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Suscríbete durante los 3 primeros meses por 1 €

Publicidad