Preparativos en la víspera del Día de Todos los Santos en el cementerio de San Fernando de Jaén. A. C.

Inexorable destino

Vamos a los cementerios, para recordar a nuestros finados y para recordarnos a nosotros mismos que la muerte de aquellos es la muerte de nuestro pasado

Alfredo Ybarra

Jaén

Miércoles, 1 de noviembre 2023, 00:36

Cada día la vida sale a nuestro encuentro y nos sorprende con instantes vibrantes y espléndidos. Pero también la sombra de la muerte vaga por ... las calles tañendo su esquila y recitando su profética salmodia, que nos negamos a comprender, mientras susurra que para ella no hay puerta cerrada ni casa fuerte, como reza el refrán. Seguramente a muchos, como a mí ahora, nos asaltan taciturnos pensamientos cuando hoy y mañana veneramos a los difuntos, conmemoración que va acompañada de diversas tradiciones y ritos, religiosos y laicos. Como un resorte, es percibir que llega noviembre y los versos, y estrofas de las Coplas por la muerte de su padre, de Jorge Manrique, se me plantan delante como un pellizco que recuerda hacia dónde inexorablemente tendemos. Mientras, también asaltan el aire de esta tarde en la que escribo (por ayer) los relatos más populares de nuestra literatura que destilan fantasmagorías en torno a estos días.

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El Don Juan Tenorio, de Zorrilla, un exponente muy claro del romanticismo, que adquirió gran fama y que desde mitad del siglo XIX se popularizó su representación en teatros y plazas de muchos lugares coincidiendo con la celebración de los Santos y Difuntos. O las leyendas de Bécquer, con ese Monte de las ánimas: «…Desde entonces dicen que cuando llega la noche de difuntos se oye doblar sola la campana de la capilla, y que las ánimas de los muertos envueltas en jirones de sus sudarios, corren como en una cacería fantástica por entre las breñas y los zarzales».

Detrás de estas conmemoraciones, del culto a los difuntos, de los ritos con invocación trascendente, de las tradiciones; de los relatos y versos, de las obras artísticas que a ello se refieren, se esconde un innegable hecho antropológico, nuestra necesidad de apreciar lo efímera que es la vida.

La muerte no es ajena a la literatura que desde sus inicios la retrata de muchos modos, incluso a veces con tal fuerza dramática que puede llegar a ser más sobrecogedora que su hecho natural. La muerte está hasta tal punto en el corazón de la vida que también está en el corazón mismo de la poesía, anudadas ambas por ese misterio tan lorquiano, esa grieta profunda y estrecha por donde se cuela un temblor de fuego aterido.

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Son innumerables las obras que se han ocupado del hecho final de la vida, entre las que cabe destacar la muerte de Sócrates narrada por Platón en «Fedón, o de la inmortalidad del alma» (alrededor del 387 a. C.). Existen en la literatura grandes escenas sobre la muerte, así como alegatos hermosos y conmovedores sobre el fallecimiento de los seres queridos, como el sutil lamento de Catulo por la muerte de su hermano, uno de los poemas raigales de Ia elegía clásica. La muerte de don Quijote seguramente es una de las mejores escenas de la literatura occidental. Así comienza el capítulo que la relata: «Como las cosas humanas no sean eternas, yendo siempre en declinación de sus principios hasta llegar a su último fin, especialmente las vidas de los hombres, y como la de don Quijote no tuviese privilegio del cielo para detener el curso de la suya, llegó su fin y acabamiento cuando él menos lo pensaba […].»

Vamos a los cementerios, para recordar a nuestros finados y para recordarnos a nosotros mismos que la muerte de aquellos es la muerte de nuestro pasado, y el vaticinio de nuestro inexorable futuro. Porque, parafraseando a Neruda, la muerte va por el mundo vestida de escoba, barriendo el polvo de tanto ¡yo! Se trata de entender mejor la muerte para entender mejor la vida.

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