La coherencia, esa actitud lógica y consecuente con nuestros principios debería ser siempre una brújula en nuestro día a día. En definitiva la integridad es ... la congruencia entre lo que sabemos, lo que cultivamos y sentimos y lo que hacemos. Esa coherencia que debemos labrar es la argamasa para dar sentido a nuestras convicciones. Sin embargo hay muchas personas que han convertido en hábito su falta de coherencia o tienen una concepción de ésta bastante caleidoscópica y sus principios, sus creencias, sus ideas, tienen la manga muy ancha, las tragaderas demasiado laxas. Hablo de esas personas que nos encontramos en todos los ámbitos, y que saben flotar en cualquier circunstancia, que cambian de opinión según sople el viento y son unos verdaderos artistas manteniéndose en sus canonjías. Y aunque parezca paradójico es fundamental en la vida cambiar de opinión. Quien no ha cambiado de opinión en diversos momentos tiene una existencia pobre. El escritor Charles Bukowski lo recalca: «El problema con el mundo es que la gente inteligente está llena de dudas, mientras que la gente estúpida está llena de certezas». Yo mismo, en mi mediana existencia, estoy lleno de incertidumbres y de dudas y eso me ha hecho cambiar en diversos momentos de ideas y actitudes. La duda es creativa.
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Me refiero a esos personajes que se convierten en corcho, que sin problema alguno de conciencia, con sonrisa impuesta e indiferente, son volubles mientras aparentan sólidos criterios. Son aquellos que saben volverse acomodaticios, que cambian de bando por conveniencia personal sin que se les mueva un pelo. En este grupo de personas caben los tiralevitas, los chaqueteros, los que practican una hipócrita empatía donde sea y como sea. Los hay que en un arrebato de 'hybris', concepto griego que puede traducirse como arrogancia, o desmesura, se creen institucionales, o instituciones en sí mismos, por encima del bien y del mal. Son esos que sufren el efecto 'Dunning y Kruger' por el que se ven más competentes, más inteligentes y más capaces que los demás.
Este tipo de gente, los chaqueteros, los corchos, los veletas, los personajes boya, son oportunistas y cínicos, rápidos a cambiar de bando si pintan bastos. Son quienes se suben al carro del vencedor, desertan de los principios y las banderas que abrazaban y hasta olvidan a amigos y compañeros de viaje.
Estos arquetipos de personas veletas han existido siempre. Flavio Josefo, líder judío que encabezó la revuelta contra Roma en los años 60 del siglo I d.C., tras rendirse desertó completamente al lado romano. Se convirtió en asesor y amigo del hijo de Vespasiano, Tito, y ejerció como traductor cuando Tito dirigió el sitio de Jerusalén en 70 d. C. Al asedio, le siguieron el saqueo y la destrucción de la ciudad y del Templo de Herodes. Recordemos también a Polibio de Megalópolis que, tras luchar contra Roma y ser apresado tras una batalla, acabó siendo el escritor de cabecera de los escipiones, relatando sus historias para publicidad de aquellos.
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El chaqueterismo está documentado desde mediados del siglo XVI, y ya por aquel entonces, se la denominaba 'cambiar de casaca'. Esta expresión pudo haberse originado en tiempos de la reforma protestante y sus guerras de religión. Católicos y luteranos vestían casacas de colores diferentes. Pero muchos llevaban las casacas con el forro del color de la chaqueta del adversario. Como deserciones y traiciones eran frecuentes, a quien se pasaba al bando contrario le bastaba con volver la casaca del revés y ganarse así el beneficio de sus nuevas filas. Y ahora, cuando los tiempos cambian, sin que apenas nada cambie, cuando el cinismo y el oportunismo son grandes blasones para triunfar, quien quiere cambiarse de bando lo hace sin necesidad de darle la vuelta a su chaqueta, le basta con abaratar su ética y dar la vuelta a su alma.
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