Ortega y Gasset ilustró con una naranja su pensamiento perspectivista. Si cogemos una y nos paramos a verla nos damos cuenta de que sólo la ... vemos por una cara, quedando oculta la otra. Nunca podemos ver todas las caras a la vez. Pero gracias a nuestra visión limitada podemos ver. Ver todos los lados al mismo tiempo equivaldría a no ver nada. Otra consecuencia de esto sería que necesitamos contar con los otros y con sus perspectivas para ver, conocer mejor, analizar y calibrar, mucho más allá de las naranjas. En las relaciones personales, al tratar de ponernos en el lugar de los demás, puede que haya un más difícil todavía en el sendero de la empatía. No solo se trataría de acercarse a pensar o sentir como si se estuviera en la piel del otro, o averiguar de este modo lo que pudiera requerir. Para participar de un mundo ajeno de experiencias y afectos nada reemplaza escuchar, preguntar, atender a cómo efectivamente otra persona manifiesta lo que siente, experimenta y requiere. ¿No es mejor la empatía que se alimenta del testimonio del mismo prójimo que de lo que yo pienso o supongo acerca del otro?
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Por supuesto, haber vivido o conocer de cerca situaciones parecidas también sirve para comprender a los demás. Algo que dota de mayor valor, significado y alcance a la palabra de quien, en relación con avatares que no le son extraños, está respaldado para acompañar y advertir a quienes por ellos pasan. Como en el cuento del barbero de un reino, que responde que sí a una voz misteriosa que le ofrece siete tarros de oro si los desea, y le son concedidos, sólo que uno de los siete se encuentra medio lleno. Incapaz de soportarlo, pone su felicidad en el deseo de llenarlo. Funde todas las joyas familiares; ahorra hasta pasar hambre él y los suyos; el rey accede a pagarle el doble; incluso mendiga… pero jamás consigue llenar el séptimo tarro. El rey, percatándose de su infeliz deterioro, le preguntó: «¿Qué te pasa, que antes ganando menos estabas mejor y más satisfecho?, ¿no será que tienes los siete tarros de oro?». Eran los mismos que a él le ofrecieron y le recomendó devolverlos, «porque lo único que causan es exasperación por acumular un oro que no se puede gastar y por llenar un tarro imposible de colmar». Algo que el barbero solo quizás no habría notado, cautivo de su afán.
En la película de Kiarostami 'El sabor de las cerezas', alguien cuenta al desdichado protagonista cómo comer una cereza le salvó la vida, haciéndole salir de sus lúgubres pensamientos: no eran sus problemas sino cómo los veía lo que le hacía creer que su existencia era una ruina. Le relata el chiste de un turco que acude al médico quejándose de dolores múltiples al tocarse con el dedo: «Me duelen la cabeza, las piernas, el estómago…». Tras su examen el galeno dictamina: «Su cuerpo está bien, ¡pero tiene quebrado el dedo!». El narrador apostilla: «Es tu dedo, tu mente, lo que funciona mal, ¡cambia tu punto de vista!». El testimonio, avalado por lo vivido, puede ayudar al otro a variar su perspectiva, aunque nunca sustituirle para cambiarla o para gustar las cerezas. Verse en el espejo del otro, en camino de ida y vuelta, desahoga, purifica. Somos más que aquello que nos pasa. Comprendernos y tomar distancia puede ser un bálsamo que nos haga hasta reír. Y la risa, un signo de no tomarse demasiado en serio, de salud y recuperación del pulso de la vida, que no ha dejado de latir.
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