Adiós, querida Mari

Puerta Real ·

Cuánta falta hace gente así en nuestros días: gente capaz de dar sin esperar recibir nada a cambio, de ponerse en el lugar del otro y cubrir sus necesidades

María Dolores Fernández-Fígares

Miércoles, 16 de noviembre 2022, 01:09

Les dio tiempo para que recibiera un homenaje con el enorme cariño que los miembros de la familia 'avemariana' sentían por ella. Pudo ver con ... sorpresa que la cueva, donde dispensaba toda clase de chuches y bocadillos, ahora ostenta su nombre: cueva de Mari, dice el azulejo recién puesto. Allí quedará el recuerdo de una mujer que hizo de 'hada madrina' para los cientos o miles de alumnos que han pasado por el veterano colegio y han disfrutado de su generosidad y su cariño. Han sido más de sesenta años al pie del cañón, en la Casa Madre, ejerciendo su capacidad de trabajo en mil y una tareas que llevaba a cabo, para que todo funcionase a la perfección.

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En 2009 le dediqué una de mis columnas, contando que Mari llevaba sus tortas a los conductores de los autobuses que suben al Albaicín, a la hora justa del desayuno, y me contó el chófer que otras veces les obsequiaba con un trozo de pizza cuando se acercaba la hora del almuerzo, o una pieza de fruta, todo ello por puro cariño. Y que se las arreglaba para compaginar sus quehaceres con los horarios de los autobuses, para poder salir en el momento adecuado.

Recuerdo que aquel gesto tan simpático me alegró el día, en una época un poco difícil que estaba atravesando. Ese ejemplo de generosidad me resultó algo así como un ejemplo para la vida. «Mari con su detalle convirtió la fría mañana en una luminosa promesa de acontecimientos valiosos, una demostración de que no todo es egoísmo y que hay gente que sabe actuar sin calcular la recompensa que obtendrá, en términos que no sean el agradecimiento y el cariño», escribí entonces y lo suscribo ahora.

Muchas veces nos encontrábamos en Plaza Larga, donde iba a hacer algún recado para la Casa Madre, o para alguno de 'sus niños', término que incluía no solo a los alumnos más pequeños, sino a todos y a los profesores del colegio, a los que había visto crecer desde pequeños.

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Y siempre, ya fuera el más helador de los inviernos, Mari iba siempre en manga corta, como si estuviéramos en pleno agosto. Era uno de los rasgos de su estilo tan particular, ese junto con su coleta y su vitalidad y disponibilidad para los trabajos y los trajines. Ese era su secreto: por eso no tenía frío nunca, porque repartía cariño, a manos llenas, ese era su fuego y su calor.

Le dije mi nombre solo una vez y a partir de entonces siempre me saludaba y me contaba sus novedades. Y esa cualidad casi mágica la aplicaba en su trabajo de ser «el alma» del Ave María, como alguien dijo en el homenaje, que pudo hacerse en su presencia, pocos días antes de su partida.

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«Cuánta falta hace gente así en nuestros días: gente capaz de dar sin esperar recibir nada a cambio, de ponerse en el lugar del otro y satisfacer sus necesidades, sin esperar a que se lo pida, sin intercambiar favor por favor o eso tan cicatero de hoy por ti mañana por mi», decía yo en mi artículo.

Y curiosamente, terminaba diciendo: «Se merece un homenaje por el ejemplo de su amabilidad cálida y oportuna».

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