En mis primeros años de universidad, acabado el maratón de los exámenes finales de junio, agotada de tantas noches en vela y de las fiestecitas ... que montábamos en el colegio mayor como despedida del curso a la a espera de que nos sacaran las notas en aquellos tablones de la facultad de filosofía y letras de la calle Puentezuelas de Granada, recuerdo que volvía a mi pueblo hecha un trapo, delgadísima y con ganas de dormir un día seguido.
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Por entonces en mi casa ya teníamos TV porque mi padre, que, entre otras ocupaciones, se hizo radio técnico y fue el primero en vender en el pueblo los televisores de la marca Inter, nos trajo un día a casa aquella caja que nos parecía mágica, antes de que con el tiempo fuese «la caja tonta». En aquellos tiempos solo emitían durante el día uno o dos canales. Pero todo nos resultaba interesante, desde las series de Bonanza hasta los Estudios Uno, las Galas de sábado noche, con Joaquín Prat y Laurita Valenzuela, y 'Escala e hifi'. Sin embargo cuando tocaba irse de vacaciones al apartamento de la playa, lleno de literas para que entráramos dos familias junto a la abuela María, nos olvidábamos de la tele. Desde el primer día de jolgorio playero esa caja de imágenes embotelladas en blanco y negro dejaba de interesarnos a los jóvenes. Es que había cosas mejores que hacer que perder días de vacaciones en el mar mirando una pantalla. Lo mismo pasaba cuando cambiábamos el veraneo de playa por el de sierra y nos íbamos unas semanas al cortijo de Laroles. Allí ni siquiera teníamos luz eléctrica ni agua corriente, aunque abundaba el agua en una fuente natural de montaña, que manaba en la finca, junto a la alberca de riego, que era nuestra gélida piscina. Así que la tele, ni olerla. Acaso por eso yo recuerdo aquellos días tan largos y hermosos.
Creo que si fuéramos conscientes de cuánto tiempo de la vida se pierde mirando ese trasto que nos paraliza, a diferencia de la radio o la prensa, lo echaríamos por la ventana. Sin olvidar que en algunas personas genera adicción. Me contaba un amigo de Madrid que cuando vivía su mujer se encendía la tele en su casa desde que ella se levantaba. Era como el ruido de fondo que disimulaba los silencios entre la pareja; que minimizaba su alejamiento emocional.
Hoy se ven casas diminutas en la que una pantalla de plasma ocupa todo el frontal del salón. Allí se centra la atención familiar, sobre todo cuando acabe el verano. Todo gira en torno a esa pared iluminada que les adoctrina, los adormece, atonta, estresa y les roba vida. No digamos nada si el canal elegido lo presiden 'personajillos' de prensa amarilla casposa que venden sus intimidades a precio de oro para que así los televidentes no perciban sus particulares miserias y frustraciones. Sinceramente creo que si la gente enganchada a TV se dedicara a cosas más gratas y útiles, sus vidas darían un vuelco positivo y el país iría mejor. Porque gran parte de lo que nos pasa, me refiero a los escándalos políticos consentidos, sucede porque no pensamos; porque nos narcotizan programas televisivos hábilmente dirigidos a manipular mentes y a imponer la ingeniaría social que interesa a magnates y gobernantes. Es que esa pantalla que presiden millones de hogares hasta pueden convertir en fanáticos a pacíficos ciudadanos. Desde luego, hoy los psicólogos tendrían menos clientes si muchos ciudadanos estresados y angustiados por un futuro catastrofista dejaran de ver la TV.
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Por suerte soy poco de ver televisión y detesto los noticiarios y debates. Lo peor es cuando surge algún acontecimiento trascendente. Porque es angustioso entonces encender la TV. Pongo como ejemplo reciente la muerte del papa Francisco. A mí esa noticia me pilló en la playa, sin TV. Seguramente he sido de los pocos ciudadanos del mundo que no he visto nada de esos ceremoniales. Da lo mismo. Son todos iguales y, para mí, nada aportan al disfrute de la vida. Así servidora aquel final de abril, mientras millones de súbditos se gastaron días de su corta vida apoltronados frente a la TV viendo desfilar cardenales y escuchando los mismos tópicos, recorría durante horas caminos poblados de pinos frente al mar, compartía ratos con amigos, releía a valle Anclan, me sentaba en la arena observando pasar barcos, respiraba ese maravilloso olor a yodo y sal que desaparece cuando llegan estas aglomeraciones veraniegas y hasta recogí florecillas silvestres en los pocos espacios vírgenes que en mi playa van dejando las excavadoras que arrasan todos para construir torres con inmensa pantallas de TV, que nos tapan el sol y que el verano próximo no dejaran crecer ninguna especie vegetal autóctona. En eso pensaba yo cuando falleció Francisco, viendo volar por encima unas gaviotas y envuelta en ese rojo infinito y dulce que deja el sol en el mal cuando se pone, entre otras muchas cosas sobre las que me convenía reflexionar.
Una de ella fue que, cuando tuviera tiempo, escribiría una columna sobre la brutal venta de España que estamos haciendo a extranjeros, que nos compran por un puñado de euros los últimos espacios vírgenes que van quedando.
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