Pueblos sin bares
Un bar con rincones cálidos para tomar una cerveza en compañía, con aroma a cafetera recién hecha, con ese camarero, generalmente dueño del negocio, que no solo te sirve vermut con tapa (...) es el encanto mayor del pueblo
S e habla de lo que influye en la despoblación rural la retirada de servicios fundamentales, caso de dispensarios médicos, farmacia, colegios o transporte público. ... Pero poco se hace por remediarlo. Solo en campañas electorales llegan promesas, olvidadas luego. Al menos cabe la esperanza de que en uno de esos nuevos momentos electorales 'papa-estado' comprenda que la solidaridad no se predica, se practica. Que no se puede privar de derechos recogidos en la Constitución a los ciudadanos de poblaciones pequeñas. Para cosas así están nuestros impuestos.
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Sin embargo, los que a veces nos integramos en la vida cotidiana de una pequeña población vemos más allá de lo que suelen miran los gobernantes. No todo consiste en sacar dinero del cajero automático. No todo se arregla haciendo llegar al pueblo conexiones de internet. Porque no está hecho el ser humano para vegetar sino para vivir. Por eso no es soportable a largo plazo, salvo cuando hay circunstancias de salud o edad, amanecer cada día sabiendo que la máxima distracción consiste en dar un paseo por el monte y, si hay suerte, cruzarse con otro vecino e hilar la hebra un rato. Porque luego, llegado el mediodía, no cabe otra que meterse en casa a leer o a ver la televisión. Y, si se vive solo, hablar con los gorriones. Lo que más se necesita en la vida, porque forma parte de la condición humana, es socializar. Por eso no basta con ver aparecer al repartidor de Amazon. De hecho, si casi nunca recibes a nadie, si rara vez sales de casa, para qué vas a cambiar tu vestuario, para qué renovar esa salita de estar si nunca esperas ver entran a otros, cuando tú ya tienes bien montado el sillón orejero para ver la tele hasta el hartazgo. Esto es a lo que yo llamo vegetar.
Por eso los centros comerciales de las ciudades cierran tarde. Saben que hacen caja, que se llenan de gente cuando no hay otro lugar de encuentro, porque allí no solo se va a comprar se va distraerse. Allí se hacen las horas más cortas y por eso las tiendas están llenas de gente que no quiere estar sola. De ellas se vuelve con menos dinero en el bolsillo pero con más ánimo. En consecuencia, en los pueblos no va a vivir nunca demasiada gente joven, se diga lo que se diga, si faltan lugares donde socializar. Esa es la realidad. No conviene idealizar en tiempos presentes esa imagen bucólica de fray Luis con su canto a la descansada vida que huye del mundanal ruido. Hoy quedan pocos con vocación eremítica. Por eso, cuando en un pueblo empiezan a echar el cierres sus tiendas, mal vamos. Lo tengo eso tan claro que si yo fuera responsable de gestionar asuntos así, apostaría por exenciones fiscales a tales negocios rurales, para evitar que desparezcan. Es que estas tiendas solo serían rentables, e incluso atraerían población, si sus precios fueses competitivos. Sin embargo, sucede lo contrario. Al final las tiendas cierran, las calles se despueblan y los pueblos agonizan, poblados de viejos, soledades y silencios.
Lo que he dicho adquiere dimensión dramática cuando lo que van cerrando son bares y restaurante. No hay lugar más triste que un pueblo sin bares. Imaginen la película por un momento, soslayando el verano, cuando el pueblo se anima un poco. Imaginen un pueblo de montaña en el que hay muchos meses lluviosos y fríos. Imaginen encerrarse en la casa día tras día sabiendo que raramente alguien llamará a la puerta y que si sales a pasear deambularás solo por los callejones. En estos lugares, por hermosos que sean, cuando el sol atraviesa la barrera más alta, aunque no se note, ya ha empezado a oscurecer. Allí se instala la incomunicación domiciliaria obligada y pesa el silencio. Cuando te acercas a algún portal con luz dentro, el soniquete monótono de televisiones eternamente enchufadas provoca tristeza.
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Por esom, un bar con rincones cálidos para tomar una cerveza en compañía, con aroma a cafetera recién hecha, con ese camarero, generalmente dueño del negocio, que no solo te sirve vermut con tapa, sino que da conversación cuando no hay bulla; con esa oficina, anexa donde se echa la bonoloto, con esa barra donde desde siempre se encuentra algún periódico, es el encanto mayor del pueblo. Sabes que allí estás seguro, que aunque caiga fuera una tormenta, no pasaras hambre ni frío, ni te sentirás solo. Que hay distracción hasta observando a unos amigos que cada tarde echan su partida de cartas, o a ese grupo de mujeres que han hecho rutina semanal jugarse un bingo mientras meriendan. Notas que hay calor humano, aunque nieve fuera.
Sin embargo, nadie cuida estos establecimientos. Por eso digo a los alcaldes que tiemblen cuando echan el cierres sus bares y que los ayuden a no caer en la ruina. Es que si cierra el último bar el pueblo cerrará pronto.
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