Mi infancia son recuerdos de una niña que por mayo cogía su cesta de mimbre y se iba caminando, de la mano de su padre ... a La Granja, una finca diminuta cercana al pueblo, donde la familia plantaba de todo lo que se precisa para abastecer la despensa cotidiana. Entonces en mi pueblo, Cádiar, no existían tiendas que ofrecieran muchos productos frescos. Había que esperar al mercado quincenal para abastecerse. Por eso mi padre sacaba tiempo de donde no le sobraba y cultivaba en La Granja de todo un poco. Incluidas fresas. Era la fruta temprana, la primera de la primavera, cuando en la despensa ya no quedan manzanas verde- doncella ni peras de invierno, escaseaban las naranjas y se había acabado las uvas y los caquis colgados en el techo de la cámara; solo de higos a brevas se compraban melones tempranos. Higos secos sí quedaban algunos, si había suerte. Por eso la cesta de mimbre diminuta, que le compró mi madre a la gitana canastera más artista que había en el pueblo, y que aún conservo, al llegar mayo empezaba a oler a rosas y fresas. No recuerdo un aroma más dulce que aquel, con perfume a primavera, en el mes de mayo, que era también el mes de la Virgen y de las flores.
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Por entonces las fresas eran nuestra golosina. Es que tampoco había tiendas de chuches. Éramos privilegiadas mi hermana y yo recogiendo esos frutos entre sus hojas húmedas. Pocos niños tenían este capricho a su alcance. Ni remotamente imaginábamos que, más allá de las famosas fresas de Aranjuez, inalcanzables para un alpujarreño, con el tiempo crecerían cultivos quilométricos de fresas en el erial de los campos de Almería, o en Huelva. Nunca hubiéramos sospechado que este fruto tan frágil llegaría en pocas horas a los supermercados europeos; que daría trabajo a miles de familias españolas y a muchísimos temporeros foráneos. Ni que hubiera fresas de tamaño tan extraordinario que hoy llenarían mi cestita en un momento, aunque sean insulsas. Eso, el aroma y el sabor a fresa de verdad es lo que no notan los que nunca recogieron aquellas pequeñas fresas de mayo que mi padre cultivaba en la Alpujarra en la década de los 50 del siglo pasado. Es que, como dijo Alfonso Guerra una vez, a la España actual ya no la conoce ni la madre que la pario. Por fortuna, porque el cambio fue generalmente para mejor, para que todos puedan comer fresas; aunque en el camino estos frutos rojos ya no sepan ni huelan a nada, como pasa con casi todos los productos de invernadero. Es que nada es perfecto en la vida.
Pero hay algo en la que no mejoramos. Me refiero al arte español de echar basura sobre nosotros mismos: en eso somos especialistas. Si con Felipe II la Leyenda Negra española la fraguaron los enemigos foráneos, particularmente ingleses y flamencos, con ayuda de algún evadido rencoroso, como el secretario real Antonio Pérez, hoy la mala imagen española en el mundo sale de las propias cocinas gubernamentales. Porque resulta que en el pasado mayo, en el mes de las fresas, algunos de nuestros gobernantes lanzaron mensajes cibernéticos insinuando que si hay cambio climático, si escasea el agua, es porque los empresarios españoles de la fresa se cargan el medio ambiente, sacando agua de donde no deben con nocturnidad y alevosía.
Se armó tal revuelo, con fines electoralistas, que algunos políticos alemanes afines se unieron a la leyenda negra y cargaron sus armas, incitando a boicotear nuestras fresas de Huelva en sus supermercados. Pues vale. Allá ellos por ser tan torpes como crédulos.
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Como en Alemania no van a criar fresas, y les gustan muchísimo, supongo que tendrán previsto importarlas en adelante de Marruecos, donde su monarca, hermanísimo del nuestro y amiguísimo de los gobernantes actuales, acecha finamente para sacar partido a nuestros fallos. A lo mejor así deja de mandar pateras llenas de parados que le sobran, de los que bastantes mueren ahogados en el Mediterráneo. A lo mejor ahora los ponen a cultivar fresas en los frondosos desiertos norteafricanos, donde no se preocupa nadie de mirar si cumplen con reglas medioambientales. Si yo fuera propietaria de una parcelita de cultivo en nuestros campos de fresas de Huelva, la dejaba criar matas y me largaría camino de Marruecos a comprar allí unas hectáreas. Deslocalizaría así otra industria que contribuye al desarrollo español.
Es que allí es todo más fácil, empezando porque a los trabajadores del campo se les paga una miseria y todo se vuelven ganancias. Allí ni Europa vigila, ni nadie opina que regando tomates o fresas marroquís se contribuye a desertizar el planeta. Además allí no existe peligro de crear otra leyenda negra, porque donde ordena divino sultán no pía miserable vasallo, ni gobernante vecino.
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Yo, harta ya de oír barbaridades de la tierra patria, por no llorar, cuando llega mayo y vuelven las fresas, prefiero abrazarme a mis recuerdos de infancia, que es un modo de seguir unida a mis padres. ¿Y luego pretendemos aquí presumir de seguridad jurídica para los empresarios? Vamos…
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