Los trapos más sucios de la Casa Blanca
¿De qué es capaz Hillary Clinton? ¿Qué le gusta bailar a Michelle Obama? Un libro revela los secretos de las primeras familias americanas en la cama, la ducha o la cocina
IRMA CUESTA
Viernes, 10 de abril 2015, 23:19
Tiró Hillary Clinton, en medio de un ataque de ira, un libro a Bill con tal ímpetu que le abrió la cabeza? ¿En realidad fue ... una lámpara de cristal el arma arrojadiza? El personal de la Casa Blanca sospecha que la primera dama, la misma que este fin de semana ha arrancado la carrera hacia la presidencia del país, utilizaba lo que encontraba a mano para saldar cuentas con su marido cuando él se vio obligado a reconocer que las morenas rollizas le gustaban más de lo que puede considerarse políticamente correcto.
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Según parece, una buena mañana, con el escándalo Lewinsky en plena efervescencia, la doncella encontró las sábanas de la cama de la pareja manchadas de sangre. La versión oficial fue que el presidente se había golpeado con una puerta cuando se levantó para ir al baño. La del servicio por aquel entonces ya acostumbrado a las trifulcas matrimoniales, que Hillary le había tirado un libro con puntería y fuerza suficiente como para abrirle una ceja.
La historia, por jugosa que sea, es solo una de las muchas que la corresponsal política Kate Andersen Brower desvela en su libro La Residencia: dentro del mundo privado de la Casa Blanca. Brower se entrevistó con una treintena de antiguos miembros del personal del hogar del presidente de los Estados Unidos para armar un trabajo que no ha hecho más que nacer y ya tiene vocación de best seller. Criadas, jefes de cocina, floristas y mayordomos de la primera familia americana convertidos en confidentes han logrado que The Residence airee historias jamás contadas de sus egregios inquilinos.
De que en aquella época la vida de los Clinton se convirtió en un infierno da fe quien durante mucho tiempo fue el florista de la vivienda más famosa del mundo. Ronn Payne asegura haber encontrado un día a dos mayordomos escuchando a través de la puerta cuando se oyó gritar a la señora «¡maldito hijo de puta!» y, luego, como si alguien hubiera tirado un objeto pesado. «El rumor en aquella ocasión fue que ella le había lanzado una lámpara». A nadie puede extrañarle que, a partir de ese momento, el jefe de los Estados Unidos aunque fuera solo por razones de seguridad durmiera en el sofá.
Frente a todo so, haber visto a Michelle Obama bailando en chandal al son de Mary J. Blige parece una anécdota de segunda, por mucho que Usher Worthington, el portero que pilló a la primera dama la noche de la coronación moviendo las caderas animada por Real love, narre el incidente dándose importancia. Según parece, Usher había ido a buscar unos papeles que se le habían olvidado al presidente y al entrar en su habitación para entregarlos se encontró con que la señora tenía ganas de juerga. «Apuesto a que usted jamás ha visto nada como esto en esta casa», le dijo Obama. «Honestamente, puedo decirle que jamás escuché nada de Mary J. Blige en este piso», le respondió White.
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Al contrario de otros de sobra conocidos, el problema de Ronald Reagan nunca fueron las mujeres sino la mujer; en concreto la suya. Todo apunta a que Nancy tenía frito al presidente-actor y que él, al que si algo le sobraba eran tablas, se dejaba llevar. Nelson Pierce, uno de los porteros de la casa, ha contado que fue testigo de cómo la primera dama gritaba a su marido una noche que lo pilló viendo la tele (así, sin motivo alguno) ¡después de las once! «Ella le maldecía y él la miraba atónito: Cariño, solo estoy viendo las noticias, se excusaba mientras la señora insistía en que ya tenía que estar durmiendo». De que la mujer del por aquel entonces comandante en jefe de las Fuerzas Armadas estadounidenses llevaba las riendas de la casa también da fe Roland Mesnier, el pastelero. Roland fue testigo de cómo un día que dudaba sobre unos postres en presencia de su esposo, y éste la propuso dejar la decisión en manos del chef, Nancy contestó: «Ronnie, tú cómete la sopa. Esto no es asunto tuyo». Según parece, Ronnie bajó la cabeza, metió la cuchara en el plato y sorbió la sopa.
El día que asesinaron a su marido, Jackie Kennedy regresó de Dallas entrada la tarde. Para entonces, la primera dama ya había asistido a la apresurada investidura de Lyndon B. Johnson en el mismo avión que cargaba el cuerpo del presidente muerto en la bodega. Aquella tarde, Jackie entró en la Casa Blanca, saludó y recibió el pésame del personal que la esperaba y solo cuando entró en el ascensor se permitió derramar la primera lágrima. Había dos personas con ella: Bobby, el hermano del presidente, y Preston Bruce, el ascensorista. Los tres lloraron juntos.
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Once años más tarde, en el que sería su último día en la casa después de que el escándalo del Watergate lo obligara a dimitir, a Richard Nixon se le escaparon las lágrimas en el mismo elevador en el que Jackie lloró la muerte de su marido, agarrado al brazo del mismo portero.
En cualquier caso, las despedidas, fueran súbitas o sobrevenidas tras la ardua investigación de un par de entregados periodistas, son solo un capítulo de un libro lleno de chascarrillos. Sin duda, más divertido es imaginar al apuesto JFK remojándose en la piscina aprovechado que a Jackie le gustaba pasar los fines de semana con los niños en una granja de Virginia.
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Resulta que al presidente, reconocido amante del deporte, disfrutaba buena parte de sus horas de asueto al aire libre y la piscina resultó el lugar perfecto para hacer ejercicio desnudo alentado por una, dos o tres amables secretarias, según fueran las necesidades. Sin embargo, también a Washington llega el invierno, y el frío obligaba a JFK a cambiar de planes. Un trabajador de la casa contó a la autora de The Residence que un día vio a una mujer desnuda (sin identificar) saliendo de la cocina cuando acudía a comprobar si se había cerrado correctamente la llave del gas. Cualquiera imagina que, a partir de ese día, al bueno del vigilante no le quedó más remedio que confiar en haber cerrado bien la espita y dejarse de comprobaciones. Tal llegó a ser el trasiego que, en los fríos meses del crudo invierno, el servicio evitaba la segunda planta para no tener que hacerse el tonto cada vez que se cruzaba con alguna invitada del presidente. Al menos, eso es lo que cuenta Brower en su libro.
Jumbo, el pene de Johnson
Aunque de entre todos los chascarrillos que airea la periodista americana los de Kennedy no están mal, los del presidente Lyndon B. Johnson ocupan, por méritos propios, un lugar de honor. Lo primero, porque a uno le gusta imaginar a cualquier prohombre entregado a fin glorioso sin tiempo para los quehaceres diarios que ocupan a cualquier mortal, por más que ellos también coman, duerman... o se duchen. Resulta que el sucesor de JFK llegó a la Casa Blanca deprisa y corriendo, arrastrado por las circunstancias y sin tiempo para ordenar la construcción de una ducha a la altura de sus necesidades. En su casa, Johnson se había instalado un dispositivo especial que garantizaba la salida del agua «por múltiples boquillas apuntando en todas direcciones, como si los chorros fueran agujas». La cosa no tendría nada de particular si no fuera porque una de la boquillas apuntaba directamente al pene del presidente al que el ínclito se refería como Jumbo y porque hubo que desviar decenas de miles de dólares destinados a seguridad para pagar al equipo de fontaneros que, durante cinco años y sin éxito, trató de conseguir la presión que Jumbo demandaba.
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Si imaginarlo aunque sea sin querer ya le pone a uno los pelos de punta, qué habrá sido del personal que, obligado por el deber patrio, tuvo que presenciar cómo su presidente, completamente desnudo, probaba una de las duchas y días más tarde ingresaba en un hospital preso de un ataque de nervios porque ni la temperatura, ni la cantidad de agua que salía por aquellos grifos, era la adecuada.
Menos simpática resultó la familia Carter, a la que solo se puede reprochar una irrefrenable tendencia al llanto. Los hijos del cacahuetero de Georgia se dejaron llevar por la tristeza cuando su padre perdió la presidencia. Los chavales los tres pasaron semanas sin djar de llorar. Todo indica que al servicio lo tenían loco. ¿Pero qué son unos lamentos comparado con tener que salvaguardar el Jumbo del presidente?
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