Las cosas más importantes del juego son invisibles. Lo evidente de verdad es imperceptible, inmaterial, secreto. «Es solo con el corazón que se puede ver ... correctamente, lo esencial es invisible a los ojos», decía El Principito. Lo que pueden ver los ojos es casi siempre mínimo, insuficiente e intrascendente, igual que lo que puede procesar la conciencia humana, construida y educada para no entender la calma, la pausa y la ineficacia de las cosas, siendo lo inútil parte fundamental de nuestra historia. Entendamos de una vez por todas que todo está en las raíces, en las infinitésimas relaciones que nos conforman, en esos pequeños aleteos de mariposa, tan nimios y ligeros como notables y consistentes, que sin saberlo provocan huracanes al otro lado del globo.
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«A lo mejor, todos somos los otros», escribía José Saramago. A lo mejor lo que hace Mendy es imprescindible para que ocurra lo que hace Modric. Porque Johan Cruyff fue tan responsable del Barça de Guardiola como el propio Guardiola, porque el rendimiento de un jugador no depende tanto de sí mismo sino del contexto en el que está incrustado, porque si todo es ecuménico y cambiante nada puede estrecharse y definirse. ¿Qué sabrá uno? En fútbol ocurre que nos dejamos llevar fácilmente por lo aparente y limitado, por lo que parece pero en realidad no es, atribuyendo alegremente éxitos y fracasos a jugadores y entrenadores que no son culpables de eso.
Se contratan y se despiden a entrenadores por causas incompletas, se descartan jugadores por motivos absurdos y demenciales. «Jugar bien se ha convertido en motivo más que suficiente para estar en el banquillo», decía Jorge Valdano sobre Del Piero, uno de esos jugadores talentosos que sobrevivió a una época que no se merecía. Una época que no entendió que la hierba crece lento, que los granos del reloj de arena deben caer a su tiempo y que hay mucho más allá de lo que puede verse a simple vista. El juego del fútbol es orden implicado, invisible e infinito.
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