Jamás dependió de Diego Martínez. Los hay que predicen la caída en picado del equipo tras la salida de su guía espiritual, casi al ... igual que aquellas primeras comunidades que despedían en culto al Sol como si este no volviese a aparecer mañana, como si amanecer no fuese posible o se supiera con antelación cuál será la última noche. Y es que lo peor es eso, que puedes temer la última Luna pero jamás predecirla. Y es totalmente lógico ese miedo. El temor a que se pierda lo logrado, a que se derrumbe el camino bajo nuestros pies y no quede sino una huida hacia adelante. Pero lo cierto es que, una vez marche el arquitecto de este orgullo, quizá se comprenda que el futuro jamás dependió de él.
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Diego Martínez es el mejor entrenador en la historia del Granada y, muy posiblemente, el mejor entrenador posible para este Granada. Consiguió lo impensable porque no se detuvo a pensar más allá del reto más inmediato, lo inimaginable porque no le hizo falta imaginarlo pudiendo hacerlo y lo imposible porque, literalmente, se borró del diccionario nazarí esa palabra.
Lo entendimos aquella noche fría en La Rosaleda, flotando sobre una marea rojiblanca, devorando límites, aprendiendo a capear los primeros grandes reveses de una trayectoria minada de obstáculos que no detendrían el avance pausado pero certero de un impasible camaleón. Diego Martínez ya puso aquella noche en el ADN de todos los granadinistas la primera roca de lo que estaba por llegar, de ese '¿por qué no?', del 'yo soy del Granada'. Pasito a pasito, nos dijeron, pero jamás dependió de él, sino de que todos entendieran qué significaba ese lema para abrazarlo.
Su trabajo más difícil no era convencer a Rui Silva de que podría ser uno de los mejores cancerberos que jamás pasara por Los Cármenes. Tampoco desatar a Quini en la zurda, ni dar compás a ese 'tic-tac' que es Ángel Montoro. Su trabajo más enrevesado no era llenar de oportunidades el carcaj de Puertas ni colocar a Germán en el centro de toda oda. Su mayor éxito, y cuesta decirlo, no fue ascender al equipo ni trasladarnos a Europa desde el salón de nuestras casas. Fue convencernos a todos de lo mucho que necesitábamos ser del Granada, sufrir con el Granada y amar al Granada.
Su operación más exigente, la que le obligó a sudar en el día a día, fue suturar con su prodigioso pulso competitivo la herida de una afición desahuciada de su equipo y extirpar para siempre colores ajenos al rojiblanco del corazón del futbolero y de la futbolera granadinos. Pero eso, si se piensa, tampoco dependió de él. El vigués hizo todo lo posible por que ocurriera, pero no dependía de él sino de los oídos con que se le escuchara. Para conseguirlo, nunca dejó de exigir honestidad y respeto a los jugadores cada vez que vistieran la elástica rojiblanca horizontal. Y por eso, aun sin depender de él, creció esa semilla que es el granadinismo.
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Germinó una identidad arraigada al fin en el corazón y revivieron los matagigantes, que nunca fue un equipo sino la suma de todos: jugadores, técnicos, empleados y afición. Se reconquistó el hogar. Se vistió cada balcón de rojiblanco, se iluminaron fuentes, se sembró de sueños el patio más importante de nuestra ciudad, ese en el que los leones son niños que sueñan con ser Machís, Puertas o Neva. El de nuestros colegios. Y todo eso lo construyó Diego Martínez, pero jamás dependió de él, sino de que los padres mantuvieran vivo el brillo en la mirada de esos hijos e hijas llevándoles a Los Cármenes, una segunda casa.
Ni la Europa League ni la Copa, tampoco dos permanencias holgadas, podrán prevalecer sobre lo mejor que ha logrado el 'chamán', que en honor a su mote mantuvo el metódico ritual de su trabajo paciente, sabiendo que no hay mayor atajo que la constancia ni mejor ungüento que la sinceridad. Es ahora que se marcha cuando, desde la distancia, comprobará si logró su objetivo.
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Lo habrá logrado si la unión entre club y afición continúa como antes de este 27 de mayo; si siguen cerradas las viejas heridas de esos fracasos que le tocó vivir como un aficionado más mientras echaba los dientes en los campos de nuestra provincia; si se siguen confesando granadinistas nuestros jóvenes con el pecho henchido de orgullo, dejando atrás los complejos de décadas pasadas; si se prefieren las lágrimas en noches de Yuris a beberse Las Batallas de vikingos y culés en fuentes granadinas; si se apoya al que sude la camiseta rojiblanca juegue quien juegue y dé las órdenes quien las dé. Sonreirá si comprueba que a este Granada jamás se le vuelve a dejar caminar solo. Si se le eterniza por regalarnos millones de motivos para ser del Granada. Motivos que estuvieron ahí durante 90 años, pero que jamás nadie supo sacar a la luz como él.
Pero eso ahora tampoco dependía de Diego. Ni de su continuidad ni de su marcha. Porque el mejor entrenador de la historia del Granada nos ha dejado como legado un sentimiento de pertenencia que toca cuidar, mantener y transmitir. Es el arquitecto de lo levantado, pero no va a venirse abajo porque él se marche. No según su plan, ese en el que siempre queda lo mejor. Él ya no estará, pero lo deja todo en las manos de los granadinistas. A los que pertenece el escudo, de los que depende todo.
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