Tras la tormenta, la tempestad. El Granada cerró el pasado curso una de las peores temporadas de su historia, acechando los límites abisales de la ... negligencia. La incapacidad de sus dirigentes generó borrascas de tal magnitud que no hubo estamento en el club libre de crisis. La presidenta se escondió tras una carta, enfrascada en guerras internas y negociaciones frustradas; su adjunto, Javier Aranguren, permaneció entre las penumbras que envuelven su figura; el director general, Alfredo García Amado, acabó por huir de los focos, devastado por la extenuante erosión de su cargo y una desastrosa colección de torpezas; Nico Rodríguez, el director deportivo que comenzó la temporada, fue fulminado con los primeros fogonazos de un vía crucis que siempre pareció inevitable; y al otro lado, la afición, que sostuvo la mirada al dolor, estoica y sufrida, indestructible, anhelando mejor fortuna.
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En la desoladora ciénaga que dejó el primer temporal, apareció Matteo Tognozzi, protegido aún por la duda que ofrecían las adversidades de un mercado invernal demasiado complejo, dispuesto a revertir la situación de un club abrasado por malas decisiones. Sin embargo, lejos de adoptar un criterio de prudencia, olvidó una reflexión básica. Debió valorar las consecuencias de un nuevo fallo, el daño infligido por los errores, el insondable abismo al que se asoma una propiedad dispersa, la espiral pesimista en la que se ha instalado una afición hastiada de medidas extravagantes.
Firmeza defensiva, ardor guerrero, dominio de las áreas y solidaridad. Bastaba con comenzar creciendo desde los aspectos primitivos del juego. Tognozzi eligió la aventura y al aficionado no le quedó más que aguardar el despertar de Abascal como un técnico prodigioso. Olvidaron que no bastaba con la llegada de un devorador de bibliotecas futbolísticas, que se necesitaba un portador de luz, un guía que mostrara el final de una tormenta que no cesa. Olvidaron la complejidad que encierra la sencillez.
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